Un adiós sincero

Pluma


La conocí en la guardería el primer día que dejé a mi hijo mayor allí. Su rostro me llamó la atención, se veía joven pero cansada, sus ojos de un azul intenso me parecieron tristes, con destellos de esperanza, pero tristes. Sus mejillas estaban rosadas por el rose del viento frío que agitaba ese corto día de otoño. Me pareció una mujer hermosa. Sus manos descansaban sobre un pequeño coche, con una bebé adentro que descansaba entre un montón de cobijas de color rosado. También tenía una niña pequeña, de cabellos dorados y de piel blanca que jugaba a su lado. Mi primera impresión fue que era alemana o inglesa.

Estaba parada junto a la puerta de la guardería y con una hermosa sonrisa observaba a su pequeña hija jugar con las hojas caídas de un árbol. En ese momento tan solo intercambiamos una corta mirada a manera de saludo, pero que generó cierta inquietud en mi interior. Un sexto sentido me advirtió algo, pero yo no le hice caso, era simplemente una mujer más con sus dos hijas.

Días después nos volvimos a encontrar en la guardería y al descubrir que hablaba español la invité espontáneamente a tomar un café. Una amistad sencilla surgió entre las dos. Ella era Argentina y se llamaba Adelaida.

Pronto nuestros encuentros ya no fueron esporádicos a la entrada de la guardería, sino perfectamente planeados. Juntas empezamos a compartir nuestro tiempo, yo también pasaba mis días empujando un carrito de bebé, pero con cobijas azules y mi otro hijo, al igual que la suya, adoraba ir al parque después de la guardería.

Las conversaciones eran interminables. Por ella me enteré de que su esposo era ingeniero químico y que trabajaba para un importante instituto en Berlín. También supe que antes de emprender la aventura de casarse y ser madre, había sido traductora profesional. Nos divertíamos muchísimo, compartíamos todas nuestras hazañas a la hora de amamantar o de pasar las noches en vela por culpa de nuestros pequeños retoños, contábamos historias divertidas y siempre había un chiste para empezar el día. Pero había algo en su sonrisa que me hacía dudar, algo en su aura me indicaba que una sombra la perseguía. Yo lo sentía, pero no me atrevía a preguntar.

Su historia de amor me conmovió el corazón. Su esposo era de familia rica y ella de familia pobre. Cuando me dijo eso, pensé en todas las novelas de la televisión que habían alimentado mi infancia y adolescencia, y me dije a mi misma que la realidad siempre supera la ficción. Él era el futuro heredero de una de las empresas farmacéuticas más importantes de Argentina y ella la hija única de un policía y una ama de casa que había logrado estudiar idiomas con su dedicación y esfuerzo.

Pero la felicidad no es completa, y al igual que en mis novelas de infancia, su esposo había sido desheredado por su padre al haber cometido el infame delito de enamorarse de una mujer que no estaba a su altura social. Cosa que me parecía traída de los cabellos en pleno siglo veintiuno, pero no había motivos para que ella mintiera en esa versión de la historia. Ahora su esposo debía trabajar duro para alimentar a Adelaida y a sus dos hijas, sin lujos ni viajes por el mundo. Vivían en un piso pequeño de solo dos habitaciones en un barrio de clase media.

Tal vez sea eso: la culpa de saber que su esposo ya no tenía el aprecio de su familia a causa de su matrimonio – me decía de vez en cuando a mí misma, al percibir que su sonrisa cambiaba repentinamente y en sus ojos un destello de oscuridad le quitaba el brillo por una milésima de segundo. Si lo hubiera sabido, hubiera podido hacer algo, o… ¿tal vez no?

Durante dos años fuimos amigas, pero no de esas amigas que se ven para pasarla rico, no. Éramos de esas amigas que se cuentan la vida entera, que desnudan sus almas hasta mostrarla por debajo de la piel, o al menos eso era lo que yo pensaba. Jamás nadie me había comprendido tan bien y jamás nadie se había parecido tanto a mí.

Aún hoy me pregunto, ¿por qué no pregunté? Y si éramos tan sinceras la una con la otra, ¿por qué no me contó?

Mis sospechas empezaron tres meses antes de ese terrible día. Ella, que siempre usaba ropa muy holgada, ante el intenso calor que agobiaba a Berlín en un comienzo de verano insoportable, se había puesto una camisa manga corta y en un momento mientras sonreía ante una vitrina por la calle Unter den Linden, luego de salir de una sesión de estimulación temprana a la que habíamos llevado a nuestros bebés, pude observar una mancha verde azul en la parte interna de su brazo izquierdo. Pero me negué a preguntar al considerar que no era algo de importancia. De lo contrario ella me lo hubiera contado.

Otro indicio que me podría haber advertido de lo que le sucedía era su pérdida repentina de peso luego del regreso de las vacaciones del verano, pero ella me convenció de que había sido una dieta y, aunque no me pudo contar mayores detalles de sus fantásticas vacaciones en Argentina, presumí que era obvio que quisiera saber más de mis vacaciones en Alemania que revivir los momentos alegres al lado de su familia. En eso la comprendía: a veces cuando regreso de visitar a mi país, me niego a recordar lo vivido para evitar que la nostalgia me dañe los primeros días.

Tan solo hubo algo que me extrañó, y fue que por primera vez me contó la tormentosa historia de la familia de su esposo, donde el poder y el dinero eran los valores más importantes. Según ella, la hermanastra de su marido había tomado el control de la compañía en marzo de ese año y esa situación había afectado muchísimo su relación matrimonial. También me dijo que su marido perdía de vez en cuando el control, en especial cuando hablaba con su madre o se enteraba de alguna noticia de la compañía. No comprendí la realidad de sus palabras hasta dos semanas después, cuando no llegó a la guardería como todos los días y ante la falta de una llamada de su parte decidí ir a buscarla a su casa.

Cuando llegué a la portería del conjunto, el portero, que ya me conocía, me contó la terrible noticia. Mi amiga estaba en el hospital en estado de coma. El corazón se me paró de un solo golpe.

-No sabía que estuviera enferma – le dije a Diver, el portero, con el corazón en la mano.

-No lo estaba, señora- me contestó él con cara de querer contar un chisme, cosa que me extrañó.

-Si no estaba enferma -le dije de inmediato- ¿entonces qué le pasó?

-La señora Adelaida se dio un golpe muy fuerte en la cabeza, causado por una caída en las escaleras del conjunto.

– ¡Terrible! -contesté con la voz entrecortada.

-Lo peor -continuó Diver con voz misteriosa- es que parece que no fue un accidente, sino que su esposo la empujó durante una discusión. La vecina del octavo piso lo presenció todo desde la parte de arriba de las escaleras.

-Eso no puede ser -le dije apresuradamente. Mi cabeza necesitaba tiempo para procesar la información y me negaba a aceptar esa cruel realidad.

-La policía se llevó al ingeniero -dijo él con voz de satisfacción, como si se hubiera quitado un peso de encima por haber cumplido con una misión muy importante.

– ¿Y las niñas? -pregunté de inmediato.

-Con el servicio social hasta que se aclare el hecho -alcanzó a decirme antes de contestar una llamada telefónica.

Mientras Diver hablaba por teléfono yo recordaba, como en una película antigua, las imágenes de los momentos en que yo hubiera podido advertir del maltrato que estaba sufriendo Adelaida y de las muchas veces que me negué a preguntarle por causa del miedo a inmiscuirme demasiado en su vida privada.

Luego de que Diver terminó de hablar, le pregunté si sabía en que clínica la tenían. Anoté los datos y tomé el primer taxi que me quiso llevar con mi cochecito de bebé.

A partir de ese día la visité diariamente luego de dejar a mi hijo en la guardería. Le hablaba, le contaba historias y chistes. De vez en cuando me encontraba con su esposo quien había salido libre de cargos, ya que la vecina retiró su palabra y él se hizo cargo de sus dos hijas. Yo lo saludaba con cortesía, sin atreverme a preguntar.

Cuando Adelaida despertó me sentí muy feliz. Ahora todo regresaría a la normalidad, eso creía yo, e ingresé con una sonrisa a su habitación, dispuesta a entablar una conversación amena sobre la vida de los niños en la guardería sin tocar fibras profundas.

Pero ella no quería eso. Necesitaba contar la verdad de su vida y se desahogó conmigo. Su esposo la había maltratado sicológicamente desde que su hija había cumplido un mes de nacida. Ya no recordaba el motivo del maltrato de aquella vez, solo que desde ese día él no hacía más que repetirle que ella era una buena para nada, de bajo intelecto y poca cultura. Le echaba en cara el que le hubiera arruinado su vida. Siempre le gritaba que era una mala persona, una muy mala esposa y una peor madre. Ella se había creído esas palabras y luego, en marzo de ese mismo año, cuando la empresa de la familia de él había pasado a manos de la hermanastra, se presentó la primera agresión física. Ella lo justificó: había sido por el estrés del momento, se dijo.

Pero los maltratos se volvieron cada vez más frecuentes y casi siempre por causa del mal humor cuando llegaba del trabajo, o porque las niñas hacían mucho ruido o porque la comida no estaba lista, o no le había gustado lo que ella había preparado. Nunca le pegó en la cara, pero sí en otras partes del cuerpo, y la zarandeaba cada vez que podía. En las vacaciones en Argentina le había dado una paliza terrible, con patadas en el estómago cuando estaba tendida en el piso. Ella tomó a sus hijas y se refugió en casa de su madre, quien a su vez le dijo que si su marido la había golpeado seguro era porque ella lo había incitado a hacerlo.

Me contó que su madre también había sido golpeada por su padre cuando ella era niña, así que en cierta medida veía el maltrato sicológico y físico como algo normal. Su padre había muerto cuando ella tenía doce años y su madre nunca más se volvió a casar. Vivía feliz con la pensión que le pagaba la policía, debido a que su esposo había muerto en el cumplimiento del deber.

Sin poder contener mis lágrimas por la triste historia de mi amiga le pregunté acerca de lo que quería hacer. Ella me contestó muy segura:

– ¡Empezar una nueva vida lejos de él y de todo el mundo!

Algo había cambiado en ella. El coma la había transformado en una persona mucho más segura de sí misma.

– ¿Lo denunciarás? -le pregunté de inmediato.

-No, eso arruinaría su carrera. Me voy a ir. Me llevaré a mis hijas y nadie volverá a saber de mí.

– ¿De qué hablas? -le pregunté extrañada.

-Cuando llegué de Argentina, contacté una asociación de mujeres maltratadas y ellas me han estado ayudando a asumir este hecho tan terrible. Lo hice porque mi esposo, además de golpearme brutalmente allí, también empezó a pegarle a nuestra pequeña hija y eso yo no lo voy a permitir. Yo no voy a ser mi madre, no quiero que mis hijas sufran lo que yo sufrí en mi infancia y menos que sus esposos las maltraten cuando algún día se casen.

– ¿Y todo eso lo decidiste en estas pocas horas que llevas despierta?

-Es una decisión que estaba pensando, antes de que por culpa de él me cayera por las escaleras. Pero ahora estoy completamente segura de hacerlo, mi vida corre peligro y la de mis hijas también, así que debo hacer algo antes de que sea demasiado tarde. La próxima vez es posible que no tenga la suerte de despertar de nuevo.

Aunque sobraba la recomendación, Adelaida me hizo prometerle que no le contaría a su esposo de sus planes. Luego, cuando salió del hospital, regresó a su casa como si nada, y quince días después fue nuestra despedida. Una despedida sincera y tranquila, sin lágrimas en los ojos. Ella redactó una carta para su esposo y se la dejó sobre la mesa del comedor. Luego empacó su ropa y la de sus hijas y tomó un taxi. Esa fue la última vez que la vi.

Ese taxi la llevó a las oficinas de la organización de ayuda a mujeres maltratadas, donde la hospedaron hasta que consiguió un empleo en otra ciudad, cosa que no fue nada difícil pues ella era verdaderamente talentosa como traductora.

En su última llamada, me dijo que estaba feliz y que se sentía realizada, que ese mismo día se mudaría a un lugar desconocido para mí y nunca más volvería a saber de ella, pero que donde quiera que estuviera me recordaría con cariño y sería para siempre mi amiga. Yo hubiera preferido que siguiéramos en contacto, pero los expertos de la organización que le ayudaban le habían aconsejado que cortara los lazos con todas personas que su esposo conociera, ya que él podría presionarlos hasta conseguir su paradero y eso podría ser aún más peligroso que permanecer a su lado.

No he vuelto a saber nada de Adelaida, pero mi corazón me dice que está bien, que es feliz y que sus hijas crecen en un ambiente muchísimo mejor del que hubieran recibido si no hubiera tomado una decisión tan drástica. De su esposo no volví a saber absolutamente nada, hasta hace dos días cuando en una revista vi su foto junto a la de otros hombres y mujeres celebrando un hallazgo científico importante. Ese día reflexioné en que la violencia familiar no tiene nada que ver con el nivel de estudios, la capacidad intelectual, ni con el estrato social, sino que es un asunto más complejo que implica a dos o más personas y sus maneras de mirar y asumir la vida.

Tan solo deseo dejar una corta reflexión: el amor propio es la mejor cura contra el maltrato. Hay que hablar y buscar ayuda a tiempo antes de que el problema se vuelva inmanejable. Una ayuda profesional es siempre lo más recomendable.

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