La maternidad y la modernidad
Estoy rodeada de mujeres maravillosas que se han enfrentado a la vida con valentía. Los estándares de la sociedad moderna son bastante exigentes: Una mujer debe ser bella, delgada, hermosa, risueña, extrovertida, sexi, inteligente, juiciosa, recatada, entregada y fiel. Además debe ser exitosa, buena madre y excelente amante. No me vayan a juzgar, no soy yo la que ha dictado estos estándares, ha sido la sociedad en que vivimos, y esos estándares tan altos son imposibles de cumplir.
Las mujeres en las películas, la televisión, los comerciales, las fotos y videos en Instagram, Facebook y YouTube, venden ese tipo de ideal de mujer. ¿Quiénes son las personas que más tiene seguidores? Las que proyectan ese tipo de imagen.
Ese ideal de mujer perfecta es el principal problema que tiene las nuevas generaciones. Las mujeres buscan irremediablemente conseguir ese ideal sacrificando su propia identidad, su autoestima y su salud. Día a día, las dietas, los gimnasios y las operaciones ganan más y más clientes.
Pero la realidad es muy distinta a esa que nos venden a diario. Las mujeres somos diferentes, existen las altas, las bajitas, morenas, blancas, trigueñas, rubias, pelirrojas, de cabello negro, con cabello largo, corto, liso, ondulado, delgadas y gorditas. Existen las extrovertidas y las introvertidas, las que no desean ser madres nunca, las que sí lo desean, las que sueñan con una carrera profesional y las que desean ser las dueñas de su hogar. Pero en este mundo moderno la mujer que no se parezca al ideal formado, sufre acoso, en muchas ocasiones del mundo exterior, pero el más preocupante proviene de su propio interior, porque la frustración de ser diferente es el principal problema.
Yo conozco mujeres extraordinarias, que han superado problemas impensables en su vida, que vivieron la pobreza en su niñez, que contra todo propósito salieron adelante, estudiaron y trabajaron al mismo tiempo para sacar sus estudios y que luego de terminarlos iniciaron una carrera profesional exitosa. Mujeres que a pesar de no tener sus cuerpos perfectos, según los estándares de la moda, daban lo mejor de sí para mantenerlos lo más parecidos a lo que se esperaba de ellas.
Esas mujeres un día tuvieron que tomar una decisión: cuando estaban en la cúspide de sus carreras, disfrutando de las mieles del éxito y el dinero ganado con esfuerzo, recibieron el llamado de la naturaleza, esa necesidad de trascender, de dejar huella, de hacer algo más que trabajar día a día para ganar dinero. Esas mujeres, que son mis amigas, tías, primas, hermana, mi madre, mis compañeras de trabajo y conocidas del mundo real o del virtual, decidieron ser madres. Y entonces al igual que me sucedió a mí, empezaron a sentir la dualidad del que debían ser y lo que querían ser, porque en esta sociedad moderna el ser madre implica un gran sacrificio.
Algunas regresaron a sus trabajos luego de la licencia de maternidad y día a día tuvieron que luchar contra el dolor de dejar a su pequeño retoño en brazos de otros. Ellas tuvieron que aprender a vivir con la culpa de sentirse “malas madres” por no estar al lado de sus hijos en momentos especiales e irrepetibles. Muchas cargan completamente solas con la responsabilidad de su trabajo y de sus hijos porque en el proceso de ser padres, su relación de pareja no aguantó los avatares del cambio que implica el formar una familia. Otras continúan con sus parejas, pero una que otra vez, en especial cuando los hijos presentan problemas, reciben el látigo injusto de la culpa de sentir que esos problemas son causados por su decisión de continuar con sus carreras.
Otras no soportaron la idea de dejar a sus pequeños al cuidado de extraños y tomaron la decisión contraria, abandonaron sus carreras para dedicarse de lleno a sus hijos y tuvieron que luchar contra el dolor de abandonar sus sueños. Ellas aprendieron a vivir con la culpa de sentirse “mujeres mantenidas” por dejar de depender económicamente de ellas. Muchas luego de años de entrega a su familia fueron recompensadas con el abandono de sus compañeros, porque empezaron a verlas con otros ojos y la unión se hizo insoportable. Otras continúan con sus parejas pero cuando los hijos crecen y ellas deciden regresar al mundo laboral, éste las recibe con un “estás desactualizada” que le implica un empezar de cero, como si los conocimientos y las experiencias adquiridas antes y durante la maternidad no tuvieran ninguna validez.
Ser madre no es solo traer un hijo al mundo y enseñarle todo lo que necesita para sobre vivir, ser madre implica renunciar a uno mismo como ser humano, implica dejar a un lado los deseos particulares, los sueños egoístas y entregarlo todo por amor, incluyendo su propio cuerpo. Ese hermoso tesoro que empezamos a cuidar desde la adolescencia y que protegíamos con esmero para que se pareciera a los estándares de la sociedad moderna, con dietas y ejercicio. Ese cuerpo lo entregamos de lleno y con amor a nuestros hijos y luego un día ya no es el mismo, lo miramos al espejo y lo vemos deformado, con estrías, algunas con una cicatriz en su abdomen que las acompañará por el resto de sus vidas.
Pero las mujeres somos fuertes y tenemos una inigualable capacidad de adaptación cuando conseguimos cambiar nuestra identidad a medida que evolucionamos por la vida. Pero no es fácil y se hace aún más difícil cuando la sociedad nos juzga tan drásticamente, a las que regresan a trabajar las trata, de madres descuidadas y a las que se quedan en el hogar, de perezosas. Sin valorar el esfuerzo y desgaste emocional que implicó una u otra decisión. Lo peor es que en muchas ocasiones esas críticas no provienen de nuestros compañeros, esposos o padres sino de las mismas mujeres que juzgan despiadadamente la vida de las otras.
A veces pienso que vivimos en una sociedad cruel y contradictoria, nos piden ser perfectas cuando la vida misma nos demuestra día adía que en la imperfección esta la belleza más pura, nos piden seguir siendo jóvenes de forma eterna cuando el paso del tiempo es el que nos da sabiduría, nos piden ser iguales a los hombres cuando en realidad somos completamente distintas. No es cuestión de quien es más inteligente o quien está más capacitado para una actividad o para otra, se trata de respetar las decisiones ajenas y de apoyar un cambio en la imagen de madre en esta sociedad moderna.
La felicidad no está en conseguir esas falsas expectativas que nos vende la sociedad virtual en la que estamos sumergidos, ni está en los estándares de belleza, ni en el éxito profesional, mucho menos en la abnegación y la renuncia total a los sueños. La felicidad está en un aceptarnos como somos: con defectos y virtudes, en comprender que el cuerpo cambia y que cada una de las marcas que llevamos es una medalla a nuestro valor por desear ser madres, que cada arruga que surca un rostro es muestra de la sabiduría de los años.
La felicidad está en perseguir nuestros sueños sin importar lo que los demás opinen. La felicidad está en amarnos y valorarnos, reconocernos como seres diferentes y valiosos y en vivir día a día como si fuera el último. No es la cantidad de tiempo que dedicamos a las diferentes actividades sino la calidad y el amor que invertimos en ello. No busquemos la felicidad afuera, rompamos las cadenas de la culpa y el miedo a ser y mostrarnos al mundo como realmente somos.
Gracias,