Te regalo un arcoíris

Pluma


Pedro estaba caminando por las montañas de los Andes en un paraje bastante fantástico. Luego de un largo ascenso se paró en el alto de un risco de mediana altura desde donde pudo observar un hermoso lago de un azul profundo que hacía contraste con el verde oscuro del pasto que lo rodeaba a este lado de la orilla, y con el gris amarillento de la montaña rocosa ubicada al otro lado y que como un gran espejo mostraba el reflejo de esa imponente montaña con su cúspide cubierta de nieve.

Se sentó y sacó de su morral la comida que había empacado para ese día, el sol brillaba fuerte y solemne en lo más alto del firmamento trayendo un poco de calor al viento frío que le golpeaba las mejillas y le abultaba la chaqueta. En ese instante desvió su mirada hacia su rebaño de alpacas, necesitaba estar seguro de que todas habían llegado a su destino y que ahora, al igual que él, disfrutaban de un merecido y jugoso alimento. Las contó una a una tratando de recordar cada uno de sus nombres. Ya había perdido la práctica. Diez años atrás hubiera podido recitar de memoria cada uno de sus nombres junto con el de sus padres y abuelos, pero ahora escasamente recordaba los nombres de las más activas.

Cuando era un niño y acompañaba a su padre a recorrer la sierra con su rebaño, ese era su juego favorito: su padre le señalaba una alpaca y él decía su nombre, su edad y el nombre de todo su linaje familiar. Él había ido a la escuela, pero no era muy bueno en ella, por lo general lo aburría, y prefería la libertad del campo, leer las huellas de los animales en la hierba, analizar el clima mirando el movimiento de las nubes y la dirección del viento. Fue por eso que a la edad de catorce años había decidido que no tenía sentido seguir asistiendo a la escuela y se había dedicado a la labor milenaria de su familia, su padre al comprender que ese era su destino le había entregado la primera pareja de alpacas en calidad de préstamo y de esas dos nacieron las demás.

En esa época, cada mañana se levantaba antes que el sol, preparaba su comida y bebida del día y las empacaba en su morral, luego cogía su bastón y emprendía su camino por las montañas de aquella región desconocida para los ojos de los turistas.

Las alpacas eran su vida, con una sola mirada podía comprenderlas, saber si estaban enfermas, si alguna estaba preñada o si había algún peligro por los alrededores. Sus días transcurrían con la pasividad de quien tiene el alma tranquila. Pero toda esa rutina se rompió un día, aquel día cuando con veintiún años la conoció y fue por ella que empezó a preguntarse si eso de ser pastor de alpacas era una verdadera vida.

Todo empezó en las ferias del pueblo, él nunca fue muy amante de asistir a esas fiestas, pero justo para esos días se le había enfermado el rebaño y tuvo que bajar al pueblo a comprar medicinas. Su madre lo había convencido de quedarse esa noche, al fin y al cabo, su rebaño estaba en uno de los corrales de su padre y las alpacas enfermas necesitaban descanso, así que no tuvo mayor excusa para regresar a su refugio en las montañas.

Asistió a las fiestas en compañía de sus padres. En el parque se encontró con sus hermanas, las tres ya casadas, y con su hermano Juan, también casado y con tres hijos. Pedro era el menor y el único soltero de la familia, aspecto que preocupaba bastante a su madre quien no perdía oportunidad para presentarle a alguna chica linda del pueblo con el deseo de que él se enamorara y por fin formara familia, pero para Pedro ese no era un asunto importante.

Su hermano se alegró muchísimo de verlo en el pueblo, él estaba acompañado de una mujer extranjera, una fotógrafa que trabajaba para una de esas importantes revistas que tanto viajan al Perú para tomar fotos a las ruinas de Machu Picchu.

Para Pedro todas esas personas que se arremolinaban cada mañana para emprender la subida a la gran montaña sagrada siempre le habían sido indiferentes. Era cierto que en algunas ocasiones se había encontrado con extranjeros que habían tomado el camino equivocado y él los había conducido de nuevo al camino correcto, pero en general era más bien poco su contacto con ellos.

Su hermano Juan, por lo contrario, junto con su hermana Rosa sí que tenían un contacto estrecho con ellos, pues trabajaban como guías turísticos y dedicaban sus días a caminar delante de grandes grupos de personas interesados en conocer los secretos de aquella civilización que habitó en épocas remotas aquellas montañas del Perú.

Pero aquella mujer, aquella fotógrafa lo había dejado sin aliento desde el mismo instante en que su hermano se la había presentado, y cuando le estrechó la mano una extraña sensación le recorrió el cuerpo. Fue como si la hubiera conocido de toda la vida y ella debió de sentir lo mismo porque lo primero que le había peguntado era si alguna vez se habían visto. Al parecer ella ya había estado en otras ocasiones en el pueblo y había recorrido la región, pero él nunca la había
visto y de eso estaba seguro, su fama de buena memoria era innegable.

Esas fueron las primeras y las únicas ferias del pueblo que él había disfrutado realmente en su vida, y lo hizo en compañía de esa bella mujer de cuerpo delgado pero atlético, piel blanca, con muchas pecas en el rostro, ojos verdes y cabello rojo corto muy corto. Ese día tomaron, bailaron y cantaron. Ella le habló con su extraño acento sobre su vida y sus venturas por parajes extraordinarios, países desérticos cuyas arenas doradas parecían estar hechas de pequeños granos
de oro o tierras completamente congeladas cubiertas por una gruesa capa de nieve, donde sus habitantes entrenaban perros que los trasportaban de un lado para otro. Ella le habló y le mostró fotos de elefantes, tigres, gorilas, canguros y osos pandas, animales que él no sabía que existían, o, para ser más exacto, si había escuchado alguna que otra vez esos nombres, pero al instante los había ignorado, pues contrario a sus hermanos, para él la televisión era una verdadera pérdida de tiempo.

Él, que hasta ese día se sentía feliz con su vida tranquila y calmada en la sierra empezó a preguntarse si no sería más agradable lanzarse a la aventura de conocer otros mundos, otras culturas, otros lugares. Durante las tres semanas siguientes a las fiestas del pueblo, esa bella mujer, llamada Karina, quiso acompañarlo a todos lados, quería hacer un documental sobre la sierra y sobre la vida de los pastores de alpacas. Como él era soltero y vivía solo, no tuvo inconveniente en aceptar su solicitud ante las protestas de su madre, quien le dijo que eso de que un hombre y una mujer vivieran solos en la sierra, sin estar casados, era mala señal.

Esas tres semanas con Karina habían transcurrido demasiado rápido, al comienzo fue un poco extraño, ella hablaba constantemente y él no estaba acostumbrado a hablar con nadie, pero pasados tres días ya se comprendían perfectamente. Ella había entendido que, para poder gozar de la sierra en todo su esplendor, había que aprender a disfrutar del silencio.

A la semana él decidió llevarla a conocer su lugar favorito, un paraíso incrustado en las montañas al cual solo los conocedores de ese terreno montañoso podían tener acceso. El camino era bastante peligroso pero la vista que la naturaleza ofrecía era un panorama sin igual. Él estaba seguro de que ella podría tomar fotografías fantásticas, le agradaba verla sonreír y ese sonido era para él como escuchar el canto de un ruiseñor en un día soleado.

Tuvieron que posponer su ida durante tres días pues el clima no era el más favorable y ella estaba tan entusiasmada que no hacía más que apurarlo para iniciar el ascenso. Al cuarto día subieron, más por ella que por él, y al llegar al lugar ella entró en estado de éxtasis. Corría, saltaba, gritaba, sonreía y bailaba agitando sus brazos al viento mientras él la miraba, sonriendo. Luego, sacó su cámara y empezó a tomar fotos por todos lados.

Él le repetía que tuviera mucho cuidado, en algunas partes había madrigueras por lo que podría lastimarse un pie, a lo que ella le contestaba que no se preocupara. Luego de un rato, él la llamó para que juntos disfrutaran de la comida que él había empacado y después ella se recostó sobre la hierba y cerró los ojos. En ese instante un hermoso arcoíris apareció en el firmamento, el no pudo controlarse y la despertó con estas palabras:

– Te regalo un arcoíris.

Ella abrió los ojos sorprendida y le lanzó una mirada que él no supo como interpretar, pero cuando vio el arcoíris volvió a su estado de éxtasis de cuando habían llegado, tomó su cámara y empezó a correr para un lado y para el otro mientras tomaba fotos. Fue tanto su entusiasmo que olvidó seguir las instrucciones de Pedro, de fijarse muy bien donde pisaba, y metió su pie derecho en un hueco y se lo tronchó.

El camino de regreso fue un verdadero martirio para ella y él tuvo prácticamente que llevarla cargada gran parte del sendero. Pedro lo hizo encantado. Era la primera vez que estaba tan cerca de una mujer, le gustaba mucho el aroma que desprendía su piel, una mezcla de sudor dulce y flores de la montaña.

Cuando llegaron a la cabaña él le sobó el pie. Sabía cómo curar ese tipo de torceduras: le puso una venda, le preparó té para el dolor y una comida que la ayudara a recuperarse. Cuando se acercó a ella para entregársela, ella le acarició el cabello, en ese instante notó que lo miraba de forma diferente y él, sin poder controlar sus instintos, la besó. Ella le correspondió y Pedro por primera vez en su vida disfrutó de las mieles del amor, sus cuerpos delgados y musculosos se encontraron y acariciaron, ella de cabello corto, él de cabello largo.

La llama de la pasión lo hizo olvidarse de sus alpacas. Durante los últimos diez días de estancia de Karina se dedicaron a amarse como lo harían un hombre y una mujer que estuvieran solos en el mundo.

Pedro, sentado en la cúspide de la sierra mirando la laguna azul, se limpió una lágrima que rodaba por su mejilla. El recuerdo de esos días extraordinarios le causaba muchas sensaciones a pesar de que ya habían trascurrido diez años.

Cuando Karina partió, se llevó consigo la alegría de Pedro. A partir de ese momento, la tranquilidad de la sierra se le hizo demasiado pesada, la soledad le empezó a abrumar el alma y en medio de su pecho notaba un gran hueco imposible de llenar. Mirara para donde lo hiciera encontraba tirado un recuerdo, una sonrisa una palabra o una fotografía de ella.

Un mes después la agonía se le hizo insoportable, vivir sin corazón le pareció imposible, ella había prometido volver, pero no le había dicho cuando, él solo tenía de ella una tarjeta con su teléfono y su dirección de un lugar lejano llamado Nueva York.

Era una locura, todo el mundo se lo había dicho, su hermano Juan, sus hermanas, su madre y hasta su padre quien le había dicho:

– Enamorarse de una extranjera es lo peor que le puede pasar a un hombre, ellas producen locura.

Pero a Pedro todo eso no le importó, vendió todas sus alpacas, empacó lo poco que tenía y se fue a la gran ciudad. Tenía que encontrarse con el amor de su vida…

Lea la segunda parte de esta historia dentro de una semana en este mismo blog.

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