Palabras Extranjeras

Pluma


Cuando vives en el extranjero y allí no hablan tu idioma natal, es indispensable aprender el idioma local, de lo contrario la integración presentará una falencia difícil de superar. De aprender esas palabras extranjeras dependerá que te sientas más o menos a gusto en tu nuevo lugar de residencia. Pero en ese aprendizaje influyen factores intrínsecos guardados en tu mente y en tu corazón.

He de confesarles que cuando vivía en Colombia la idea de aprender otro idioma me causaba miedo y desolación. Bueno, no siempre fue así. Cuando era niña y escuchaba palabras extranjeras tenía una extraña sensación, algo así como estar escuchando algo magnífico, un lenguaje reservado para personas extraordinarias.

En mi familia varios integrantes habían migrado y formado un hogar en países extranjeros: tenía una tía en Francia, otra en España y unos primos en los Estados Unidos, y cuando la familia se reunía y yo los escuchaba hablar en esos idiomas tan extraños, sentía una tremenda envidia y quería aprender a pronunciar esos hermosos fonemas que sonaban a melodías cantadas por los dioses del olimpo.

Pero en la escuela no me enseñaron ningún otro idioma que no fuera el español hasta que ingresé a la secundaria, en una escuela normal para señoritas, dirigida por religiosas. Allí me destaqué por ser una niña aplicada, no era la mejor pero tampoco la peor, aunque creo que, sin temor a mentir, dentro de la escala estadística estaba cerca del grupo de las mejores, por lo que era el orgullo de mis padres. Pero cuando se dedica mucho tiempo a estudiar y sacar buenas calificaciones, se pierde la posibilidad de compartir con las compañeras, de manera que no gozaba de mucha popularidad.

A excepción de las horas libres que compartía con dos compañeras generalmente haciendo tareas, era una chica solitaria, enfrascada en encontrarle sentido a la vida a través de los libros y de mantener las notas lo más altas que podía. Esa obsesión por las notas me nació el mismo día en que, a mis once años, me pusieron unas gafas grandes de marco negro y que resaltaban en mi rostro quitándole toda su naturalidad, por lo que mi autoestima se fue al piso y quería levantarla a punta de buenas calificaciones.

A la hora de recibir los boletines siempre sacaba pecho y mostraba con orgullo mis grandes triunfos. Claro que no hay nada perfecto y siempre tuve un punto rojo en mi boletín. Ese punto me marcaba en el pecho como un hueco relleno de sudor y sangre, era la única materia en la que me sentía completamente perdida: inglés.

Al comienzo amaba esa materia, mi sueño de infancia se iba a hacer realidad, pero con el tiempo empecé a sentir cierto fastidio. Eso de repetir como loros frases sin sentido y con fonemas impronunciables me sacaba completamente de casillas. No le hallaba lógica a nada, así que terminé por odiar con todas mis fuerzas esa terrible materia, impartida por una mujer que a mi parecer estaba ida de la cabeza. La teacher siempre llegaba al salón de clases con su vestido manchado de chocolate, café, jugo de naranja o leche, es como si todas sus tazas estuvieran rotas o que cada mañana se dedicara a decorar su ropa con manchones.

Desde el saludo y todo lo demás que decía durante la clase era en inglés y nadie entendía absolutamente nada, o al menos eso era lo que yo creía, porque si había algunas cuantas alumnas que le respondían repitiendo esos sonidos muy parecidos a estar hablando con una papa en la boca.

Yo me rompía la cabeza tratando de aprenderme cada uno de esos complicados nombres con sílabas completamente impronunciables. En algunas ocasiones miraba a la profesora y me imaginaba que era un ser llegado de otro planeta. Seguro que tendría un botón en algún lado que si lo lograba encontrar me instalaría un microchip en la cabeza y el idioma aparecería como por arte de magia. Pero nunca encontré ningún botón. En los exámenes escritos me iba bien, pues era fácil escribir esas extrañas palabras ya que dedicaba horas enteras a aprender sus significados. Pero a la hora de hablar no lograba coordinar la lengua con el paladar y en lugar de emitir sonidos agradables, de mi boca salían ruidos que solo me hacían ruborizar ante mis compañeras y la mala calificación no se hacía esperar.

Cuando cursaba octavo grado, a la directora del colegio se le ocurrió una idea genial, para ella claro está, que consistía en que entre las cinco mejores alumnas de cada curso se hiciera un sorteo y la que se lo ganara sería la monitora de disciplina. Yo, que siempre había tenido una suerte de sapo, me gané la única rifa que no quería. Así fue como obtuve mi primer trabajo de responsabilidad en la vida.

Cuando me nombraron pensaba que ya no sería la menos popular, sino también la más odiada de la clase. Pero me equivoqué, poco a poco le empecé a sacar provecho a mi nueva posición y a ganar amigas, aprendí que, si no las delataba, mis compañeras me debían un favor. No es que lo que hiciera fuera correcto, pero de eso no me daba cuenta en aquella época, solo sabía que así me sentía querida por mis compañeras e integrada al grupo. Incluso me empezaron a invitar a fiestas. Me sentía completamente feliz.

La disciplina del curso decaía mientras mi popularidad subía. Era ya tanta mi confianza, que cuando las profesoras salían y yo debía mantener la disciplina, me gustaba hacer bromas, eso sí, los gritos y la tiradera de papelitos no los admitía, pero las risas y las bromas salían a pedir de boca.

Un día, cuando se hizo el cambio de hora de ciencias a inglés, se me hizo muy fácil jugarles una broma a mis compañeras. Me ubiqué al frente de la clase y en lugar de hablarles en español les empecé a hablar en chibchonglich (una mezcla de chibcha, español e inglés) imitando a la profesora. Todas empezaron a reírse y a imitar mi comportamiento, hasta que fui consciente de que la disciplina se estaba saliendo de control y para calmarlas les grité a todas: “Aplastaos please, girls” y repetí la frase tres veces, eso sí todas mis compañeras se sentaron de inmediato en sus puestos y yo estaba completamente feliz de que me hicieran caso, aunque no comprendía la cara de susto que todas pusieron al escuchar mi voz. Un segundo después, cuando escuché la voz de la profesora por detrás de mí, comprendí con toda claridad sus caras y a mí me recorrió un frío de la cabeza a los pies que casi me produjo un desmayo del pánico.

No tuve total precisión de qué fue lo que esa señora me dijo, pues todo lo pronunció en su claro e ininteligible inglés, pero alcancé a entender perfectamente que, por haber usado una palabra en español en medio de tres frases en inglés, me había ganado tres hermosos unos en mi libreta de calificaciones. En esa época el uno era la peor calificación que se podía recibir.

Ese mismo día perdí mi trabajo como monitora de disciplina y con ello mi cuarto de hora de popularidad. Además, esos tres unos casi me cuestan el año, y para poderlos superar tuve que ayudarle a la profesora de inglés de asistente por lo que faltaba para terminarlo, además de aprenderme la canción: “Do not cry for me, Argentina” y presentársela a toda la escuela en la izada de bandera de fin de año. ¡Fue el oso más horrible de mi vida! Mi voz sonaba a un acordeón viejo y descompuesto, pero superé la prueba y pasé el año con un seis en inglés.

Claro que el costo más duro que pagué, fue la cantaleta de mi profesora cada vez que le tenía que ayudar en su oficina. Ella no perdía la oportunidad de repetirme, en español, que nunca había tenido una alumna tan poco dotada para los idiomas como yo, y que, si quería tener una vida alegre y feliz, ni se me fuera a ocurrir escoger una carrera en la que tuviera que aprender otro idioma, pues no había nacido para eso. Esas palabras penetraron por completo mi mente y se grabaron en mis neuronas. Desde ese instante me consideré incompetente mental para el inglés o cualquier otro idioma.

Terminé mi bachillerato sin saber una pizca de inglés, e ingresé en la universidad a estudiar sicología. Estaba segura de que allí no me toparía con esa terrible materia, pero me equivoqué: la tuve como relleno en cuatro semestres. Les aseguro que no sé cómo aprobé, pero pasé inglés con un aceptable. Me gradué y empecé a trabajar y a donde quiera que iba siempre me chocaba contra ese muro, la barrera de no saber inglés.

La vida me condujo por caminos extraños, unos fáciles otros más duros, hasta que llegué a Europa y me tuve que enfrentar a la cruel realidad. Al comienzo estaba segura de que no superaría la prueba. Mi profesora de inglés lo había dicho: “yo no estaba dotada con las capacidades mentales para aprender otro idioma”, pero tenía que aprender o fracasaría en mi vida personal y profesional, así que contraté una profesora privada.

Esa mujer no solo fue mi profesora de alemán, fue mi maestra de idiomas. Una mujer extraordinaria y maravillosa, muy diferente a la de la escuela. Con ella descubrí que aprender un idioma es como aprender la melodía de una canción. Que, si se realizan asociaciones mentales, las palabras y sus significados se vuelven una sola cosa y que la pronunciación no solo implica el mover la boca, sino que es jugar con nuestro aparato bucal y prepararlo como hacen los cantantes de ópera.

“Las ideas sin asociación mueren en la superficie del cerebro, sin dejar huellas en él”. Esto lo dijo A. Ghio. D en su libro Inglés Básico. Y mi maestra de idiomas lo repetía cada vez que podía. Con ella aprender el alemán fue como comerme un helado por capas, todo lo relacionaba con algo de la vida cotidiana.

Con paciencia y dedicación me enseñó a creer en mí y en mis capacidades mentales. Fueron tres años los que compartimos juntas, el tiempo suficiente para borrar todo un bachillerato de errores y baja autoestima. Ahora, después de haber vivido en Madrid, París, Berlín y Belgrado, sé que a las palabras extranjeras no hay que tenerles miedo, solo hay que amarlas y asociarlas, así ellas entrarán poco a poco en la mente y vivirán para siempre en el intelecto y en el corazón. Entendí que todo el mundo tiene la capacidad de aprender, no solo uno, sino todos los idiomas que quiera.

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