Nostalgia

Pluma


Miro a través de la ventana: el cielo está oscuro. No es de noche, pero está oscuro. Son esas nubes negras y gruesas que lo cubren por completo y no permiten que aunque sea un rayo de sol las atraviese. Así me siento hoy: oscura y triste por el azote de la nostalgia.

De repente, un relámpago atraviesa el cielo en zigzag y unos pocos segundos después el trueno llega hasta mis oídos. Los recuerdos de mi patria me invaden por completo, allí también caen rayos cuando se acercan las tormentas, y sus truenos suelen ser aún más sonoros que los de estas lejanas tierras en donde ahora vivo.

Un viento fuerte aparece de la nada y a su paso estremece todo lo que toca. Atónita, observo como los árboles luchan con todas sus fuerzas para permanecer en sus puestos. Las ramas se bambolean de un lado para otro, formando una danza que muestra una lucha de poderes, entre los árboles que prefieren echar raíces y permanecer en un solo lugar toda su existencia y el viento que adora viajar y recorrer el mundo cambiando las cosas a su paso.

Si me hubieran preguntado ayer “¿qué prefiere ser? ¿viento o árbol?”, hubiera contestado sin pensarlo: “viento”. Pero hoy no estoy segura. Extraño mi gente, mi campo, el sonido de los papagayos, el aire puro de mis montañas, el sonar de la quebrada, el olor del tinto, el cacareo de las gallinas y el canto de los gallos.

Caen las primeras gotas de agua. Son grandes y gruesas. Chocan con gran estrépito contra el vidrio de mi ventana y luego resbalan silenciosas. Así mismo siento que resbala mi primera lágrima por la mejilla y después de esa, siguen otras. No las puedo detener, al igual que las nubes no pueden detener las gotas. Pesan mucho y por eso caen.

Hoy también me pesan los recuerdos de mi infancia: cuando corría libre con los pies descalzos, en compañía de mis primos y primas, sobre la hierba fresca y en un instante de valentía saltábamos al charco de la quebrada. ¡Esa agua, sí que era fría! Pero entre juegos y saltos lográbamos permanecer algunos minutos en el agua.

La tormenta arrecia, el viento azota aún más fuerte que antes. Los árboles se estremecen. De igual manera se estremece mi alma ante el azote incesante de la nostalgia. Una tormenta de sentimientos encontrados golpea mi corazón. Extraño mucho a mis padres, a mis hermanos y a mis amigos, aquellos con los que jugábamos a las escondidas, a la lleva, quemados, garbinche, trompo o yermis, hasta bien entrada la noche o hasta que uno de nuestros padres nos decía: “Éntrese pa’ la casa”.

Muchos ya no son mis amigos. Ni siquiera sé dónde andan, la vida nos alejó. Solo unos pocos se quedaron en el pueblo. ¡Qué suerte tienen ellos! Los otros nos fuimos a buscar “mejores” oportunidades y a mi esa búsqueda me ha traído al otro lado del mundo. Un lugar donde se desayuna Müsli y no changua. Donde las comidas se acompañan con vino y no con agua de panela y donde la gente no se abraza, porque no es bueno invadir el espacio del otro.

El vidrio de mi ventana se empaña, afuera hace frío, adentro de la casa se siente calorcito, un calor acogedor. Empiezo a pensar en el clima de mi tierra. Allí hace calor, incluso cuando la tormenta arrecia. Es más, mi abuela siempre decía que solo se sabe que va a cesar la tormenta cuando el calor ha sido vencido por el frío y un fresco se siente en el aire. Yo ya quiero que llegue ese fresco a mi alma y que la nostalgia deje de azotarla.

La vida es a veces una constante lucha, entre los sentimientos y los pensamientos. Hoy me siento triste pero mi mente me dice que no hay motivo para estarlo.

El vidrio empañado ya no me permite ver más hacia afuera. Si estuviera en Colombia sería el momento de abrir la ventana, pero aquí eso no se puede y mucho menos en invierno, la calefacción está encendida.

Coloco mi mano sobre la ventana y retiro lentamente la fina capa que la empaña. El contacto del frío me estremece, me recuerda las tardes Bogotanas. Ese corto instante en que el sol se esfuma y el frío se apodera de cada esquina. El calor de mi hogar me reconforta, es extraño pero no me había dado cuenta de lo cómodo que es estar adentro y no afuera.

De repente, dos voces infantiles me sacan del aletargamiento, sus gritos y sonrisas me recuerdan lo sencilla que puede ser la vida. Una sonrisa es para la nostalgia como una aspirina para el dolor de cabeza.

Me pongo a mirarlos jugar y en mi mente ingresan los primeros rayos del sol de este día, y en mi ensoñación deslumbro que tengo dos soles que alegran e iluminan mi casa y mi vida.

Esos pequeños juguetones son los que calientan mi alma. Ellos son los que apaciguan las tormentas que provoca la nostalgia y pueden hacerme olvidar de los recuerdos de mi patria. Ellos son la razón para que ahora quiera ser viento y no árbol. Ellos son los que mantienen el clima apacible entre mis sentimientos y mi mente, que de inmediato hacen las paces y dejan su terquedad en la lucha.

Ya no miro la tormenta en mi ventana, ni tampoco los rayos que zigzaguean en el cielo y encandilan el panorama. Ya no escucho el golpeteo de las gotas chocando contra el cristal y mucho menos los truenos ensordecedores.

Ahora veo dos hermosas figuritas haciendo malabares, jugando y saltando por toda la casa. Me concentro en el calor de hogar y la tormenta de la nostalgia en mi alma se calma por completo. En su lugar, en mi interior el cielo se torna azul, sale el sol de la alegría de mis hijos y del orgullo de ser madre.

Definitivamente no hay mejor cura para la nostalgia que el calor humano.

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