Mis reglas para estar feliz en el extranjero

Pluma


La primera vez que pisé París pensaba que solo estaría allí por unas pocas horas y que nunca más mis ojos volverían a ver el suelo europeo. Estaba cargada con dos maletas de veintitrés kilos y un morral al hombro, tras haber pasado dieciocho horas metida en un bus que me traía desde Alicante, España. Mi hermano, quien me recibió en su hogar durante ocho días y se encargó de mostrarme lo hermoso que puede ser vivir en el extranjero, no pudo encontrar otro medio de transporte. Yo quería volar o viajar en tren, pero cualquiera de las dos opciones fue imposible. En Europa comprar tiquetes de un día para otro, cuesta casi un ojo, y mucho más en verano y hacia un destino tan turístico como París.

Como colombiana en esos momentos se me hacía casi imposible comprender esa obsesión de los europeos por mantener todo controlado. Incluso ahora, cuando desde enero empiezo a planear las vacaciones de verano, extraño esa espontaneidad de nuestra cultura, donde las vacaciones se planean el mes anterior y el lunes no se sabe si en el fin de semana se saldrá de paseo.

Pero bueno, guiada por mi visión positiva de la vida, y de aquí mi primera regla de oro para ser feliz en el extranjero, asumí el reto de atravesar media España y casi toda Francia en un bus, ante las protestas de mi hermano, quien hubiera preferido enviarme directo a Bruselas, pues al día siguiente debía tomar en esa ciudad el vuelo que me regresaría a Colombia y acabaría con las que yo creía serían mis únicas vacaciones en Europa. “¡La vida es maravillosa!” me digo y repito para mí misma cada vez que la paciencia se me acaba o los problemas me agobian, en especial cuando la carga de vivir en un país lejano se me hace demasiado pesada. Pienso que una de las claves para poder lidiar con la nostalgia y el desarraigo es mirar la vida desde otra perspectiva. Al fin y al cabo, la decisión de salir de mi tierra y dejar a los míos fue mía, ligada claro está a una serie de circunstancias que me impulsaron a tomar tal determinación. Pero de cualquier manera fue mi decisión.

Una semana antes de llegar a Francia había estado en Alemania en un congreso que me había mostrado un panorama completamente distinto de ese país, pues en mi memoria lo recordaba como el causante de dos guerras mundiales y creía que todos me iban a discriminar por el color canela de mi piel. Pero la sorpresa fue completamente positiva: la amabilidad de la gente, la educación, pues la mayoría habla dos idiomas, y la paciencia a la hora de entablar comunicación con una párvula en inglés, me habían dejado fascinada.

El aspecto del idioma es básico a la hora de vivir en el extranjero y lo coloco en un segundo lugar de importancia para lograr ser feliz lejos de casa. Debo confesar que por muchos años viví engañada pensando que no estaba capacitada mentalmente para adquirir este tipo de conocimientos, pero la realidad es completamente diferente. Ahora estoy segura que todos los seres humanos contamos con la capacidad de aprender no solo uno, sino varios idiomas. La experiencia me ha enseñado que es adecuado tratar de adquirir un nivel básico antes de viajar a otro país y luego mediante la interacción con los habitantes, el sumergirse en los medios de comunicación del país y la asistencia a un curso intensivo en el idioma local, la adquisición de una lengua extranjera se da de forma muy rápida y sencilla.

Había estado en España, donde la comida y la alegría de la gente junto con un mar azul profundo me habían enamorado de la madre patria. Solo me faltaba conocer la ciudad Luz y sellaría con broche de oro, tomándome una foto frente a la Torre Eiffel.

Ese gusto intenso que tengo por viajar y conocer es mi tercera regla de oro para ser feliz. Yo creo que todos los países del mundo tienen algo nuevo y maravilloso que ofrecer. Nuevos paisajes, nueva arquitectura, nuevas culturas. No hay nada mejor que salir de la rutina cada fin de semana realizando una corta excursión por la ciudad donde se vive, conociendo sus centros turísticos, visitando museos -que por lo general tienen un día de entrada gratis en todas partes- o haciendo un paseo corto por el campo y los bosques, costumbre que he copiado de los alemanes, pues en Colombia, a pesar de la maravillosa naturaleza que poseemos, no solemos salir a pasear y conocerla a profundidad.

No hay mejor manera de enamorarse de la tierrita extranjera que leer y conocer la historia del nuevo país, me gusta comprar libros con grandes ilustraciones que me inspiren a lanzarme en la búsqueda de descubrir ese nuevo territorio, una tierra inexplorada por mis ojos y que mis pies muy pronto podrán recorrer.

Mi plan era llegar a la terminal de buses y meter el par de maletas en un guarda equipajes y así con el morral en la espalda recorrer las calles de París con plena libertad. Pero las cosas no salieron como lo esperaba. Las personas a las que les preguntaba tanto en español como en mi deficiente ingles con tartamudeo no podían comprender cuál era mi petición. Algunos sacaban su monedero para darme dinero, pensando que yo no podía costear mi pasaje a algún lugar, dinero que obviamente rechazaba con cara de enfado. Mi orgullo colombiano me indicaba que no debía aprovecharme de la situación y que luego dijeran que los colombianos solo vamos al extranjero a cometer travesuras. Todo lo contrario, para mí, dejar el nombre de mi patria bien en alto está siempre en primer lugar, y de allí mi cuarta regla de oro: comportarme siempre con dignidad, para sentir que estoy prestando un servicio a mi patria y a mis congéneres, para con mis actos ayudar a limpiar el nombre de Colombia que otros por décadas han arrastrado por el piso.

Desesperada al ver que el tiempo corría y ya estaba a media mañana del único día posible para conocer la Torre Eiffel, pues tenía un tiquete de bus París-Bruselas a las siete de la noche, había empezado a andar por toda la terminal de buses mirando en cada rincón que podía, buscando los tan anhelados guarda maletas.

Un policía intrigado por mi presencia dando vueltas por toda la terminal sin acabar de salir de ella o de tomar un bus, se me acercó. Yo me alegré al verlo, me imaginé que quería ayudarme, así que tan pronto me saludó le sonreí y le dije en mi spanglish que necesitaba dejar las maletas. No sé lo que comprendió él, pero de inmediato llamó por su radio a otros colegas, que se acercaron con sus manos puestas sobre sus cinturones justo en la parte donde se depositaban sus armas. Ante el mutismo del primer policía y la presencia de los otros me sentí alarmada. Un poco nerviosa, seguí hablando en mi precario inglés, hasta que el que estaba a mi lado me dijo que me separara de mis maletas, el francés se me hizo fácil de entender y ante el desespero de saber que no me estaban comprendiendo el inglés y que obviamente yo no hablaba francés, les dije en español que solo necesitaba una orientación, una ayuda.

La gente que pasaba a mi alrededor me miraba con curiosidad. Yo me sentía perdida y sola, mi corazón palpitaba rápido, mis manos sudaban y el miedo me atormentaba. Sabía que los policías estaban mal interpretando la situación y no sabía cómo podría sacarlos del error. Yo miraba a todos lados buscando la mirada de alguien que me quisiera ayudar. En ese momento, una mujer mayor me preguntó en español si necesitaba ayuda, yo la miré como si fuera la virgen María en persona.

– ¡Claro que sí! -le dije con voz entrecortada y me imagino que con una expresión en mi rostro como el de una persona que recibe un trozo de pan luego de tres días de hambruna.

Ella me sonrió y me dijo que los policías querían revisar mis maletas, pues había una alarma de posible bomba en París y al ver mi comportamiento moviéndome por todo el lugar sin terminar de irme había llamado la atención. Yo le expliqué que lo único que necesitaba era un guarda maletas y hablando lo más rápido que pude, le expliqué en pocas palabras mi situación de poder pasar un único día en París antes de regresar a Colombia.

Ella me sirvió de traductora y los policías le dijeron que no era posible guardar maletas en la terminal de buses, que ese servicio ya no existía desde los atentados en Nueva York. Sin embargo, insistían en revisar mis maletas. Yo acepté abrirlas, la señora se despidió, pero antes de irse me recomendó que saliera de la terminal y que, pasando la calle, había un hotel muy barato en donde se podía alquilar habitaciones por horas, así que me recomendaba dejar allí las maletas si quería recorrer parís con toda libertad.

Desde ese momento supe que en todas partes del mundo existen hispanohablantes dispuestos a ayudar, por eso siempre, de acuerdo con mi quinta regla, cuando llego a un país nuevo, lo primero que hago es buscar un grupo de hispanos con los cuales compartir mis inquietudes sobre la vida en ese nuevo lugar. Y la tecnología ayuda mucho en este propósito, pues ahora es mucho más fácil conseguir ese grupo de apoyo con ayuda de las redes sociales.

Después de que los policías revolcaron cada centímetro de mis dos maletas, habiendo sacado el jamón serrano, las olivas, el vino y todo lo que mi hermano había enviado de regalo a Colombia y luego de que con dificultad sentándome varias veces sobre las maletas logré cerrarlas, me dirigí al hotel recomendado. Sabía que el costo a pagar implicaba quedarme sin alimento durante todo el día, pero no me importó. Conocer la ciudad del amor era más importante que cualquier comida ese día.

Después del susto en la terminal la suerte me cambió, o eso creía yo en ese momento, pues la recepcionista del hotel hablaba español. Ella me recomendó movilizarme en metro. Una gran recomendación que he tomado como consejo para toda la vida. La mejor manera de adaptarse a una vida nueva en otro país es entender la manera en que funcionan los medios de transporte, por eso siempre me hago con un mapa que me dura como un talismán todo el tiempo que permanezco en el país o en la ciudad.

Otra razón que me había impulsado a no cargar con dos maletas por toda la ciudad, era que tenía la ilusión de volver a ver a un alemán que me había ayudado en Düsseldorf, después de pasar una noche nefasta en una estación de trenes y de creer que no podría encontrar la ruta adecuada al aeropuerto. En uno de los bolsillos internos de mi morral había guardado la tarjeta de presentación que me había dado en aquella ocasión. Estaba segura que solo era cuestión de presentarme en su oficina y él estaría encantado de mostrarme la ciudad, pues en nuestro primer encuentro yo le había dicho que iría a París a la semana siguiente, a lo que él me había respondido que lo buscara cuando estuviera allí.

Con un mapa en la mano, lleno de tachones con las marcas que me indicaban cuales eran las rutas de metro a tomar, las estaciones a bajarme, las calles más emblemáticas para conocer y la estación de metro más cercana al trabajo del alemán, me dirigí hacia mi destino.

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