Los cinco duelos del migrante
El sol radiante y sin ninguna nube a su lado, ve su reflejo y sonríe para sí mismo en la lisa y brillante superficie del lago de un azul intenso; y una suave brisa riza de vez en cuando las satinadas y verdes extensiones de césped donde me encuentro acostada pensando en mi tierra natal. Mis hijos juegan alegres saltando de un lado para el otro, mientras mi esposo nada en la distancia en las frías aguas de este lago al sur de Alemania. No puedo evitar pensar en el camino que he recorrido desde aquel lejano día en el mes de junio hace ya muchos años, cuando con un beso de amor mojado por las lágrimas me despedí de mis seres queridos, y a su vez de mi patria.
Son años los que han pasado y sin embargo lo recuerdo como si fuera ayer. Me encontraba sumergida en las mieles del amor y había idealizado todo lo que me podría pasar en estas lejanas tierras. Creía ilusamente en que, a partir de mi llegada a Europa, la vida sería mucho mejor de la que había tenido en mi tierra. Después de muchos años de búsqueda incansable por fin había encontrado una persona con la que podría ser feliz y esa persona me correspondía en ese sentimiento.
Luego de una dolorosa despedida en el aeropuerto, me senté en la sala de espera del vuelo que me llevaría a Europa. Con el corazón en la mano, sangrando por el dolor de dejar a mis padres, hermanos, abuelos, tíos, tías, primos, primas y demás seres queridos incluyendo a mis amigos, mi trabajo, mi cultura, mi gente, mi patria. Rápidamente envolví mi corazón en un bálsamo de ilusiones y me sumergí en la esperanza de la felicidad absoluta de iniciar una nueva vida en el extranjero. Lejos estaba yo, en esos momentos, de imaginarme que la adaptación al territorio extranjero implicaría tanto dolor interno.
Son cinco los duelos por los que he pasado y los que he superado en estos quince años. El primero fue el duelo de dejar a mi familia y amigos. Yo sabía que solo era una separación momentánea y que cada año o cada dos podría regresar a verlos. Y aunque un año suene a corto tiempo, en la distancia se hace casi eterno. Es extraño, pero mientras los tenía cerca, nunca fui consciente de la importancia que tenían para mí. Creo que la seguridad de que siempre estarían a mi lado no me dejaba valorar el amor que me brindaban, pero cuando su presencia se convirtió en ausencia pude comprender lo importante que es esa presencia física.
Ahora, con los años he aprendido a estar con ellos sin estar en realidad, he aprendido a compartir con ellos sin compartir de verdad, he aprendido a disfrutar una charla por teléfono de igual manera que antes disfrutaba de una cena al regresar a casa. Ya no siento dolor cuando pienso en ellos, como el que sentía cuando estaba recién llegada, y con Internet la cosa ha mejorado un montón. Ahora estoy más conectada a ellos, sonrío cuando veo sus fotos en Facebook o cuando envían un vídeo o un mensaje por WhatsApp y ahora sé que si hacen una fiesta o llega el fin de año podemos estar hablando conectados por Skype mirándonos cara a cara como si yo estuviera en casa.
Me siento muy feliz de vivir en estos tiempos modernos, donde tengo a todos mis seres queridos en la palma de mi mano, lo único que tengo que hacer es oprimir un botón. No puedo imaginar cuán difícil debió ser la migración en tiempos remotos, cuando la única forma de contacto eran unas desteñidas cartas que llegaban luego de mucho tiempo.
El segundo duelo por el que he pasado es el de perder mi lengua nativa, y no es que la haya perdido en realidad, todavía puedo, y lo hago a la perfección, hablar en español. Sin embargo, no puedo hablar en mi idioma natal con todo el mundo en este lugar. Ahora tengo que usar otro idioma todo el día para poder comunicar mis ideas y mi acento latino ha cambiado un poco. Al comienzo me era muy difícil estar hablando todo el día otra lengua, tratando de explicar con palabras extranjeras mis propios sentimientos.
Me preguntaba constantemente: ¿cómo poder abrir mi corazón si lo que decía, lo sentía demasiado ajeno? Pero eso ya cambió. Ahora puedo decir lo que siento en uno o en otro idioma, ahora ya no lo siento como un idioma ajeno, ahora ese “otro idioma” hace parte de mí. Mi mente se ha abierto. Además, los sentimientos son los mismos. Si hablo con un latino puedo decir y describir lo que siento desde las profundidades de mi alma y ellos me comprenden, y si la persona con la que hablo es extranjera ella también puede llegar a entablar una gran empatía con mis sentimientos en ese nuevo idioma que he aprendido. Pues el lenguaje de los sentimientos es universal y una vez se saben usar las palabras adecuadas el panorama es completamente distinto, pero ha sido un largo proceso que me ha abierto la esperanza de que el mundo no es tan grande como al comienzo lo pensaba.
El tercer duelo por el que he atravesado, desde que salí de mi patria, es el duelo por la cultura.
Suena un poco irracional. La cultura no se pierde pueden pensar algunos y es posible que tengan razón. Sin embargo, la cultura no es un objeto inamovible. Es más bien como el agua, que se acomoda al objeto que la contiene. Este duelo lo describo como ese gran vacío que siento al saber que los hábitos y forma de vida que tenía cuando vivía en mi país no funcionan de igual manera en estos países. He tenido que cambiar para poder sobrevivir y he tenido que acomodarme a muchas reglas distantes de mi entender. Al comienzo creía que lo iba a lograr y trataba incansablemente de mostrarle a los demás lo maravilloso que era hacer las cosas a mi manera y la manera como se hacen las cosas en mi país, pero siempre chocaba con la realidad. Aunque los extranjeros entendían mi forma de pensar y por cortos tiempos de esparcimiento y reencuentros familiares con mis allegados latinos aceptaban mi forma de hacer las cosas, al momento de enfrentarme a la cotidianidad me daba cuenta de que era yo la que tenía que hacer las cosas a la manera europea.
Con los años he aprendido que no es tan malo hacer las cosas de otra manera, todo lo contrario: ahora me siento integrada, si estoy en Europa hago las cosas como las hacen aquí y cuando estoy con latinos o en mi país, hago las cosas a la manera latina. Soy feliz porque he aprendido a ser dos en una, he aprendido a estar aquí y también allá. Ya no trato de que el mundo se acomode a mis necesidades, ahora soy yo la que me adapto y eso ha abierto mis posibilidades de crecer como persona.
Miro al cielo y sé que ese cielo azul que me cubre en este lejano lago de Alemania es el mismo que cubre a mi familia en la distancia. Escucho la sonrisa de mis hijos y sé que ellos también están aprendiendo a ser dos en uno, pues ellos aman mi cultura latina y a la vez también la cultura europea. Y mi marido, aunque sigue siendo muy europeo, también ha cambiado a su manera. Ahora sus reglas han aprendido a estirarse un poco a la manera latina.
El cuarto duelo que he vivido es “el duelo por mi tierrita”, es un extrañar contante de los paisajes, la naturaleza, los colores, los sabores y los olores de esa tierra que me vio nacer. No es lo mismo un pino en Europa que uno en Latinoamérica, aunque lleven el mismo nombre y los arboles se parezcan, el contexto es diferente y por lo tanto la sensación que trasmiten es distinta. A veces, cuando viajamos mi mente me engaña. Esta misma mañana cuando veníamos hacia este paraje maravilloso en medio de los Alpes Alemanes, me pareció por un segundo estar pasando por entre las hermosas montañas de los Andes, esas cúspides y ese verde y ese olor se parecían tanto que casi lanzo un grito de alegría al pensar que me había teletransportado y que al momento de pasar la siguiente curva iba a ver en la distancia unas casas de adobe que anunciarían la proximidad de mi pueblo, pero cuando el auto pasó por la curva observé un chalé que me regresó a la realidad de Europa.
Ahora, luego de tantos años, ya me he acostumbrado a la belleza de lo nuevo. No he de negar que también amo esta naturaleza, estos paisajes, estos olores y esta comida, los amo porque es auténtica y porque es maravillosa y me siento orgullosa de poder verla y disfrutarla, porque la naturaleza es hermosa donde quiera que esté ubicada, solo hay que saber valorarla con los ojos del amor.
El último y quinto duelo por el que he pasado puede sonar un poco egoísta. Es complicado describirlo, un buen título para denominarlo sería el duelo por mi estatus social. Cuando vivía en mi país tenía un círculo social en el que yo era conocida, gozaba del prestigio y el respeto de mis compañeros de trabajo y amigos. Me había forjado un futuro a punta de esfuerzo y trabajo, en esos momentos yo era alguien y cuando llegué a esta lejana tierra era una completa desconocida para todo el mundo. A los ojos de todos los que conocía, tan solo era una extranjera más y eso me llenaba de pena.
Claro que debo ser agradecida, pues he conocido a otros extranjeros que les ha tocado mucho más duro, que han tenido que empezar de nuevo desde muy abajo, con trabajos muy por debajo de sus capacidades y pasando demasiadas penurias. Yo, por mi parte, contaba y aún cuento con el apoyo de mi esposo. Sin embargo, en algunos momentos sí extraño lo que era antes de mudarme.
Con el tiempo he construido un círculo social que me llena y me hace feliz. Cuando alguien pronuncia mi nombre ya saben quién soy y no lo relacionan con una extranjera más, sino que me ven como la persona que soy y eso me brinda felicidad.
Mi esposo ha regresado del lago. Parece que el agua si está bastante fría en este día soleado de primavera. Por lo general nada durante una hora entera y hoy solo lo ha hecho por treinta minutos, así que creo que mi hora de la reflexión se ha visto acortada.
Finalmente, solo queda por decir que ser migrante implica sufrir muchas pérdidas. Es normal que en el transcurrir de la vida, las personas tengamos que renunciar a muchas cosas, personas y lugares, y eso hace parte del devenir cotidiano. Si no renunciamos a nuestra niñez no podremos llegar a nuestra juventud, y si no dejamos los arrebatos locos de ésta no podremos disfrutar de las mieles de la madurez. Ese avance en la vida implica pérdidas: los amigos se van, las relaciones amorosas se rompen, cambiamos de trabajo, dejamos el hogar de nuestros padres para construir uno nuevo, en fin, la vida es perder un poquito cada día, pero también es ganar mucho a cambio. Cuando un amigo se va por lo general llegan dos o tres en su remplazo, y aunque las personas son irremplazables, no lo es el vacío que dejan en nuestros corazones.
Cuando una relación amorosa no funciona, la siguiente nos ofrece cosas que nos hicieron falta en la anterior y por lo tanto maduramos con cada ruptura. Cuando dejamos el hogar de nuestros padres ganamos libertad y seguridad en nosotros mismos. Cuando dejamos de ser solteros cambiamos esa libertad individual por una libertad compartida con la que ganamos a cambio nuestra propia familia que a la vez nos brindará unión, respeto y mucho amor.
Cuando nos vamos al extranjero, perdemos demasiadas cosas de un solo golpe. Bueno, decir perder es exagerar, porque en realidad “no perdemos nada”, sino que más bien nos distanciamos físicamente de muchas cosas y personas que son, hasta ese momento, importantes en nuestras vidas, y ese alejamiento genera una ruptura en nuestro interior que a su vez produce dolor y soledad, pero solo depende de nosotros y de nuestra fuerza interior que ese vacío se llene con cosas y personas nuevas y renovadoras, y que construyamos nuevos lazos como los que hemos dejado en la distancia.
Ahora que los años han pasado y he atravesado por muchas crisis emocionales, comprendo que nunca volveré a ser la misma que era antes de mudarme, pues mi carácter ha cambiado y mi visión de vida también. Ahora me siento como partida en dos, como un puente con un pie en Latinoamérica y otro en Europa. Mi esencia latina ya no es la misma. Soy una mezcla de culturas que me hace única y a la vez me enorgullece, puedo disfrutar de mi cultura de infancia y de la de acogida, porque he aprendido a respetarlas y aceptarlas sin tratar de convertir a la una en la otra.
Es lindo saber que cuento con una familia aquí y otra allá, con un idioma en Europa y otro en Latinoamérica, con una cultura en cada continente y con dos tierritas separadas por un océano azul muy parecido a este pequeño lago, que durante una hora de tranquilidad cada día, me permite reflexionar sobre la vida.