La tierrita extranjera
Cuando vivía en Colombia, nunca llegué a imaginar que algún día saldría de ella. Pero la vida es así, y casi sin darnos cuenta nos va empujando a tomar decisiones, que en algunas ocasiones nos alejan de las personas que hasta ese momento eran las más queridas en nuestra vida.
Fueron varios los motivos que me llevaron a vivir en el extranjero. El primero y más importante fue haber conocido a un hombre maravilloso con el que hice realidad uno de mis mayores sueños: formar una familia. El segundo, fue mi deseo de conocer otras culturas y otros idiomas. Y el tercero, el salir de un trabajo absorbente que estaba acabando conmigo.
En alguna ocasión, recuerdo una corta pero muy sentida discusión que mantuve con una prima. Ella pensaba que en Colombia no había oportunidades suficientes y que lo mejor era buscar trabajo en el extranjero. Yo, por lo contrario, en ese momento recién graduada de la Universidad, sentía mi deber patriótico intacto y mi amor de país fortalecido, por lo que con grandes ímpetus le respondí: “por eso es que Colombia no sale adelante. Porque los jóvenes con talento salen al extranjero, vendiendo su inteligencia al mejor postor, sin darle una oportunidad al progreso del país”.
Ella me replicó con argumentos muy válidos y yo continué con mi discurso patriótico: recuerdo haber dicho muchas veces que yo “jamás abandonaría mi tierrita”. La ironía de la vida es que mi prima al final no buscó empleo en el extranjero y ahora es una de las ejecutivas más talentosas del país, mientras que yo me encuentro viviendo al otro lado del mundo.
Antes de viajar a Europa ya había salido a Canadá por tres semanas y allí me había dado cuenta que las cosas no son tan ideales a como me las imaginaba, pero estaba en compañía de mi hermana y una prima, entre las tres fue mucho más fácil superar los pequeños inconvenientes. Desde ese momento le empecé a encontrar el gustico a eso de codearme con otras culturas y el examinar pensamientos diferentes a los de nuestra idiosincrasia criolla.
He de confesar que desde el colegio creía que había nacido incapaz de aprender otro idioma y ese era mi mayor temor a la hora de enfrentarme a la idea de salir del país. Sin embargo, en el verano del 2005 motivada por la idea de viajar acompañada de mi mejor amigo, todo un maestro en el inglés, me animé a viajar a Alemania a un congreso internacional. Pero a mi mejor amigo le pasaron un montón de cosas, muchas de ellas muy positivas, por lo que tuvo que cancelar su asistencia, y yo me vi empujada a realizar aquel viaje, a un mundo diferente, sin conocer el idioma local y con un inglés de preescolar con tartamudeo incluido.
Durante aquel viaje aprendí lo duro que puede ser estar sola en un país lejano. Al congreso asistí sin mayores complicaciones, pero a la hora de tomarme una semana libre y viajar por algunas ciudades, el último día en Alemania con mi maleta de veintitrés kilos y un morral a la espalda, tomé sin darme cuenta el tren equivocado. Al comienzo tuve miedo de bajarme en cualquier parte, así que esperé hasta que el tren paró y me encontré perdida en un pueblo de seis casas. Aterrorizada con la proximidad de la noche, busqué ayuda con el conductor del tren, quien me miró de forma extraña, pero luego de un rato y creo que sin entender ni una palabra de lo que le decía, me indicó un cartel que indicaba la salida de los trenes, de esa manera me enteré que debía esperar hasta las seis de la mañana. Esa noche aprendí que en verano puede hacer un frio terrible, sobre todo si se duerme sobre una silla de una estación de trenes vacía.
Mi única preocupación era que al día siguiente debía tomar un vuelo rumbo a España y si perdía ese vuelo posiblemente sería deportada.
Luego de una noche terrible y con un hambre de león tomé el primer tren de regreso a la civilización, me bajé en la estación que indicaba “Aeropuerto”, pero ante el cansancio, el miedo y la falta de idioma me sentí completamente desesperada, sabía que debía tomar un metro, pero no sabía cuál. Fue entonces cuando, sin encontrar salida a mi problema, me senté a llorar en una silla. En dos horas saldría mi avión y yo no lo tomaría.
En ese momento, un alemán con maleta en mano y morral a la espalda, igual que yo, me preguntó qué me ocurría, con mi inglés de párvulo le conté mi historia. No se cómo, pero él si me comprendió perfectamente el idioma y me llevó hasta la puerta de embarque de mi avión, él también volaba ese día, pero rumbo a Francia. Él es el principal motivo de que ahora viva en el extranjero.
Muchas personas en Colombia se imaginan que vivir en otro país es de lo más maravilloso. Creen que aquí no existen los problemas, que el dinero rinde más y que la felicidad es completa. Pero la realidad es muy diferente, pues en el extranjero se vive una lucha constante entre la persona que se es y la que se debe ser. Mejor dicho, en el extranjero por lo general se habla otro idioma y las costumbres son completamente distintas. Uno quisiera hacer las cosas a la colombiana, pero si se hacen de esa manera se pueden presentar problemas, algunos de ellos muy graves. Por ejemplo: yo soy muy rumbera y me gusta escuchar música a toda hora, así que recién llegada a París, primera ciudad de Europa donde viví, un día me puse a limpiar la casa, e igual que siempre lo había hecho en Colombia, puse la música a un volumen lo suficientemente alto como para sentirme en una discoteca y escoba en mano me puse a barrer, a cantar y a bailar.
En Colombia nunca nadie había tocado la puerta de mi casa, para quejarse por la música. Pero allí antes de que la primera canción de salsa que estaba escuchando terminara, mi vecino de arriba ya estaba golpeando la puerta como si la fuera a derribar. Asustada abrí la puerta y aunque en ese momento mi francés era totalmente arcaico, pude comprender que si no apagaba la música los siguientes en tocar mi puerta serían los policías.
Cuando se es peatón en Colombia, si no viene ningún auto por la calle, se pueden pasar los semáforos en rojo. No digo que este bien hacerlo, solo que ningún policía te pondría una multa, o al menos así era cuando yo vivía allí. En Europa no solo te ponen una multa, sino que te invitan a un curso sobre urbanismo de obligatoria asistencia.
Es cierto que en el extranjero, por lo menos en el que yo conozco, todo es más bonito, las calles son más limpias, las casas están muy bien decoradas con jardines y antejardines, los edificios parecen esculturas de arquitectura y la estética juega un papel muy importante. Cuando viví en París me sentía viviendo en un museo, cuando viví en Madrid era como estar en una gran tienda de modas y cuando viví en Berlín no paraba de exclamar que era como vivir en una galería de arte. Incluso ahora que vivo en Belgrado me siento como si estuviera entre el renacimiento y la ilustración. Y no es que Colombia no sea bonita, todo lo contrario, es solo que nos falta aprovechar mucho más nuestra estética.
Bueno, pero la belleza no lo es todo, y vivir en el extranjero es como conocer a un novio nuevo. Los primeros días solo se ven las cosas buenas, pero al cabo de unos meses los defectos se salen de control y lo bonito se hace cotidiano.
El enamoramiento del primer impacto se mezcla con la frustración de que aquí todo es mucho más complejo. Si no, miremos lo de las estaciones: en verano un calor extenuante que no deja ni pensar y en invierno un frío que pela los huesos acompañado de una nostalgia que ataca a la primera bajada de guardia.
La cabeza se hace un ocho completo, en Colombia el sol siempre sale a las seis y se oculta exactamente doce horas después, mientras que aquí el sol se la pasa jugando. En verano no tiene ganas de irse a dormir, mientras que en invierno no aparece sino unas pocas horas al día y con una luz, que a lo único que invita es a la somnolencia. Bueno al menos en primavera aparecen las flores y los árboles se visten de colores colocándole algo de color a la vida, el único problema es que uno no sabe que ropa ponerse, por momentos hace un calor que agobia y a la media hora pasa un frio que congela. En otoño las hojas cambian su espectro de colores al punto que uno piensa que se encuentra caminando por entre un cuadro expresionista, si no fuera porque hay que recoger hojas todos los días, sería una de mis épocas favoritas.
Claro que lo más complicado de hacer es lo de los impuestos. En Colombia yo ni siquiera me daba cuenta de que eso existía. Bueno, una vez al año me llegaba una carta que decía que debía pagar el impuesto de la vivienda o del carro, todo con un procedimiento muy sencillo, pues ya venía liquidado y lo único por hacer era pagar. Aquí, en cambio, tengo que guardar todos mis recibos durante un año, y de enero a marzo dedicar dos o tres horas cada noche a llenar un formulario más largo que una semana sin carne, para poder sacarle un promedio a mis impuestos, y luego realizar el pago, basada claro está, en unas tablas que parecen escritas en chino. Si no me equivoco, no pasa nada. Si pago de más, unos meses después me reembolsan el dinero. Pero si me equivoco y pago menos de lo debido, me llega una carta con una sanción que erizaría hasta los pelos de un calvo.
En Colombia piensan que el que vive en el extranjero se ganó la lotería. Muchas veces he escuchado a familiares y amigos decirme: Pero ¿por qué no regresas más seguido? Y cuando contesto que la plata escasamente me alcanza, la mayoría me dicen: Pero si ganas en Euros. Sí, claro que sí gano en Euros, pero también gasto en Euros y no soy socia de Lufthansa. En Colombia puedo comprar un buen almuerzo con lo que aquí no me alcanza ni para un vaso de agua. Allí uno siempre se puede goteriar un almuerzo, una invitación o incluso pasar un fin de semana de lujo en casa de un familiar, mientras aquí hay que contar los centavos para salir al parque a pasear.
Para mí el aspecto más triste de vivir en el extranjero es la soledad. En Colombia uno conoce a los vecinos casi antes de entrar a la casa, pues apenas se colocan los primeros muebles en el corredor, los vecinos se acercan para preguntar si uno necesita ayuda. Aquí los vecinos escasamente lanzan una mirada diciendo que los muebles le estorban el paso, otros un poco más amables lo saludan a uno y corren la silla para despejar el corredor que obstruye su paso. Nadie te pregunta tu nombre.
Para no ir más lejos: el día en que me estaba mudando del departamento donde vivía en París, me di cuenta que mi vecina de al lado era mexicana. Pasamos tres años de vecinas y no nos habríamos enterado, de no ser porque su pequeño hijo de dos años, salió de la casa hablando en español en el momento en que yo salía con mi maleta y cerraba la puerta de ese departamento por última vez.
La soledad es por lo general llevadera cuando uno ya logra conseguir comunicarse y se establece un círculo social y laboral. La cuestión es que el cerebro se cansa más de lo necesario y al llegar a casa, uno no sabe si esta pensando en español o en ese nuevo idioma. Hasta los sueños se vuelven complejos y ante la falta de interlocutores, uno empieza a hablar en español hasta con las sábanas. Es una necesidad casi filosófica me decía un amigo. Un gran nudo se hace en la garganta cuando se llevan varios días sin pronunciar palabras de la lengua materna, creo que es por eso que la llaman de esa manera, en alegoría a la falta que hace la madre en la distancia.
Otro gran problema es la nostalgia, siempre hay que estar con la guardia en alto y buscándole una gota de alegría al día a día, de lo contrario esa terrible medusa de mil brazos te ataca y deshacerse de ella cuesta casi un ojo de la cara.
No es fácil, estando tan lejos de los seres queridos uno siempre se pierde de las mejores ocasiones familiares. No hay posibilidad de ir a las fiestas de cumpleaños, los matrimonios, los bautizos o las primeras comuniones de nadie, mucho menos los tan anhelados encuentros familiares de los fines de semana o el pasar el puente en el pueblo o la casa de los abuelos, todas esas cosas hay que vivirlas por vía virtual en Skype, WhatsApp o Facebook, pero sobra decir que nunca es lo mismo.
El aspecto que más se extraña en el extranjero, después de la familia y los amigos, es la comida. Aquí ni las papas fritas saben igual, pero de eso ya hablaré cuando llegue el momento. Por eso es que digo, que cuando se vive en el extranjero, se tiene una lucha constante entre lo que uno es y lo que uno debe ser. Lo bueno es que con el transcurrir del tiempo lo que uno es se vuelve lo que debe ser.
Y a pesar de todo esto, no me arrepiento de vivir en la tierrita extranjera.