La tierra sin memoria
Apenas atravesó la puerta de piedra sus ojos sintieron un dolor indescriptible, no pudo evitar cerrarlos y abrirlos constantemente hasta que se acostumbraron a la luz. Inmediatamente, se restregó los ojos de nuevo, pero en esta ocasión no era porque sintiera algún dolor, todo lo contrario, lo que sentía era fascinación, su mente se negaba a creer lo que sus ojos veían: un camino rodeado de maravillosas flores y árboles frutales, a la izquierda una terraza tras otra con huertos que parecían mezclarse con las nubes y a la derecha una majestuosa vista del valle que hacía unos días había recorrido en compañía de sus amigos.
Desde donde se encontraba se podía divisar todo el valle del rio Sumapaz y parte de la serranía de los montes de fuego, sabía que al otro lado de ellos se encontraba ubicada la ciudad de Saravita donde lo esperaban Zasca, Fagua y Fiva. También podía ver los grandes peñascos donde, con la ayuda de los cóndores, había logrado escapar del templo del Sol. Hacía tanto de aquello, que en ese momento solo le parecía que había sido un hermoso sueño.
Cuando por fin despertó de aquel ensimismamiento en que quedó a causa de tanta belleza, su primer pensamiento fue que esta no puede ser la tierra que estaba buscando, aquel terrible y lúgubre lugar del que había escuchado tantas veces hablar, aquel lugar donde los dolores del alma son tan duros que el único remedio que quedaba era perder la memoria para no seguir sufriendo y de allí su terrible nombre, La tierra sin memoria, pero si no estaba en aquel misterioso lugar entonces ¿en dónde estaba?, ¿por qué las estatuas de la puerta de la caverna le habían advertido de tan terrible peligro si pasaba al otro lado del túnel excavado por las aguas perdidas en la roca rosada?
De repente se sintió mirado, observado, vigilado. Una ráfaga de viento le heló el cuerpo y lo hizo sentirse en peligro, instintivamente se llevó la mano a su cintura donde apretó con fuerza la daga que tenía. Entonces una hermosa anciana salió de entre el gran roble que se encontraba a su derecha justo en el borde del precipicio y con dos grandes ramas extendidas por todo el orillo como formando una barrera natural para evitar el peligro de una caída interminable.
La anciana, con cabellos blancos y recogidos en dos hermosas trenzas anudadas con cordones negros en las puntas junto a dos rosas rojas muy pequeñas, lo saludó amablemente.
– Bienvenido a la tierra del olvido, hacía mucho que no contábamos con la visita de una persona tan joven. ¿Qué te trae por tan lejanas tierras?
Sus palabras sonaban sinceras, pero su sexto sentido le indicaba que no estaban solos que en aquel lugar, que había muchos más ojos observándolo entre la espesura de la densa naturaleza que lo rodeaba.
– Solo vengo en busca de respuestas -respondió cautelosamente y mirando de reojo a su alrededor.
– No tengas miedo -prosiguió la anciana-, aquí estamos en una tierra de paz y armonía, las armas están prohibidas así que lo mejor será que dejes tu daga, tu arco y tus flechas en la urna que se encuentra a tu izquierda.
Batula lanzó una mirada rápida y vio como una roca a su izquierda y que le llegaba a su cintura se abría lentamente para dejar un orificio que se veía muy profundo y negro.
– Si no le importa -dijo en tono muy respetuoso-, me gustaría dejarlas en un lugar donde luego pueda recuperarlas, pues mi permanencia en esta tierra no va a ser muy duradera.
La anciana sonrió, aunque su mueca parecía un poco siniestra.
– Mi querido hijo, de la tierra del olvido nadie se libera. Todos somos sus eternos habitantes. El que traspasa esa puerta -señaló con su dedo la puerta de piedra que se había cerrado sin que Batula lo hubiese notado y que ahora solo se veía como un peñasco irrompible- nunca más vuelve a salir. Así que de nuevo te pido que dejes tus armas en esa urna y si algún día logras recordar el camino que te trajo hasta aquí y encuentras la piedra de la sabiduría, entonces, y solo entonces, tendrás la oportunidad de responder a sus tres preguntas y quizás conseguir de nuevo la libertad. Todos nosotros, también dejamos nuestras armas cuando entramos a esta tierra y aún seguimos buscando nuestros caminos, los que todavía poseemos algo de memoria.
Poco a poco fueron saliendo de sus escondites hombres y mujeres, jóvenes y viejos en el huerto, de detrás de los naranjos, de los eucaliptos, de los mangos de cada uno de los árboles que lo rodeaba, los había de todos los tamaños y edades, pero ninguno parecía de su edad o más joven que él, eran muchos, demasiados, y todos presentaban miradas extrañas, las pupilas de sus ojos estaban recubiertas de una tela blanca que les daba un tono gris.
Aquello era muy extraño, pero ante la realidad que lo rodeaba no le quedaba más remedio que acceder a las peticiones de la anciana. Tomó su daga en la mano, la unió a su arco y sus flechas y lo envolvió todo en la capa, que le había entregado el hombre caimán antes de iniciar su aventura, formó un solo paquete con todo y lo soltó al vacío que le mostraba la roca abierta. No pudo evitar echarle una mirada al pequeño hilo que tenía amarrado a su tobillo izquierdo y que se perdía imperceptible en el orificio de la roca que ahora se cerraba. Sabía que debía evitar que se rompiera pues era su única conexión con sus cosas ya que era el hilo con el que el hombre caimán había tejido su capa y a medida que avanzara su capa se iría deshaciendo.
Una vez la piedra se hubo cerrado por completo, cada una de las personas que antes lo miraban con desconsuelo tomaron su camino y empezaron a desempeñar labores que al parecer desarrollaban cotidianamente. La anciana, se colocó a su lado y mirando hacia donde Batula miraba le dijo al oído:
– Dentro de muy poco serás uno de ellos.
Cuando Batula volteó para mirarla y responderle su afirmación, ella había desaparecido. Entonces siguió el sendero que se habría a su paso hasta llegar a una terraza circular que daba vista a todo el majestuoso valle. Solo había una montaña que tapaba parte de la vista al lado derecho, un peñasco totalmente desprovisto de vida, con forma ovalada y con puntas muy filosas que mostraban un desfiladero impresionante. Lo único que conectaba ese peñasco con el que ahora Batula habitaba era un puente colgante de madera tan viejo y destartalado que el solo hecho de mirarlo le inspiraba un vértigo que le erizaba hasta el último bello de la espalda.
Un anciano sentado en un pequeño banco miraba fijamente aquel peñasco y sin tan siquiera mirarlo le dijo:
– Lo llamamos La cabeza, porque si lo miras de reojo parece enmarcar un rostro cubierto por una gran corona.
Batula inclinó entonces su cabeza un poco a la izquierda y luego a la derecha, pero no pudo ver ninguno de los rasgos descritos por el anciano, entonces ignorando la curiosidad que le despertaba el comentario del anciano se volteó para dar la espalda al gran peñasco y justo en ese momento observó con asombro cómo antes de terminar de darse la vuelta, justo en el momento en que su cabeza miraba por encima del hombro como para dar un último vistazo, aquel peñasco desprovisto de vida tomaba milagrosamente la forma de un rostro humano cubierto por una hermosa corona.
No podía creerlo, así que de nuevo dio la vuelta rápidamente y miró el peñasco fijamente, pero de nuevo solo era una gran montaña que tapaba el horizonte, la única similitud que guardaba con lo que acababa de observar eran las prominentes y afiladas puntas en que terminaban sus acantilados en su parte más alta. Repitió cautelosamente la hazaña de darse la vuelta muy suavemente y de nuevo la visión del rostro apareció ante sus ojos.
– Llevo siglos haciendo lo mismo que tu, mi querido joven -le dijo el viejo sentado en el banco-, y nunca he podido saber porque solo puedo ver la cabeza cuando me doy la vuelta para no observarla de nuevo.
Batula dejó de mirar la montaña por un instante y observó los ojos grices de aquel viejo, eran casi blancos, estaban fijos, como sin brillo y perdidos en el horizonte. Se acercó lentamente al anciano y pasó su mano frente a sus ojos repetidamente moviéndola de un lado a otro, ninguna reacción, estaba ciego. Pero si estaba ciego, ¿cómo podía ver lo que él estaba viendo?
– ¿Sabes de quién es el rostro que nos muestra la montaña? -prosiguió el abuelo como si hablara para sí mismo.
– No señor -respondió Batula sin dejar de mirarlo.
– Es la cabeza de la libertad.
En ese instante y sin que Batula se lo esperara el anciano lo tomó de la mano y se la sostuvo fuertemente obligándolo a doblarse a su altura y mirándolo fijamente sus ojos resplandecieron como dos luciérnagas en la noche, le dijo con voz grave:
– Debes salir de aquí hijo antes de que el olvido se adueñe de tus pensamientos.
El corazón de Batula se aceleró y con un gesto brusco se soltó de la mano que lo sostenía, y al conseguirlo cayó de espaldas en el verde césped que rodeaba un hermoso árbol de mandarinas, al regresar su mirada al anciano éste permanecía en su lugar, sentado, mirando al peñasco como si
no hubiera pasado nada.
Luego de levantarse y caminar por entre los naranjos, Batula pudo admirar con más tranquilidad la majestuosa naturaleza que lo rodeaba. En el centro de la terraza contigua había un árbol gigantesco cuyas raíces salían de la tierra curvándose en el aire para volver a entrar a ella. El árbol era grueso y su sombra daba protección a toda la terraza del picante sol que brillaba en ese momento.
En ese instante Batula sintió una sed apremiante, una sed que le carcomía cada uno de sus sentidos. Recordó que había perdido la mochila con sus provisiones al resbalar por el acantilado que rodeaba la entrada a la tierra del olvido justo antes de atravesarla. Si tan solo le hubiera hecho caso a Jensmalao -pensó- y me hubiera amarrado la mochila al brazo. Pero ya no era momento de lamentarse, solo debía encontrar a su padre y salir de ese lugar rápidamente.
Al rodear un árbol de aguacate observó una fuente cristalina que no había visto antes, el agua brotaba del suelo burbujeante y recorría un corto sendero en medio de los árboles para luego caer en forma de cascada por el despeñadero. Se apresuró a sumergir sus manos en el preciado líquido, pero justo antes de que sus labios tocaran el agua, recordó las palabras del hombre caimán:
– En la tierra del olvido todos tus deseos serán cumplidos, pero a cambio de cada uno de ellos deberás entregar una parte de ti, hasta que dejes de ser humano y te conviertas en el esclavo de tus deseos, al igual que le ha pasado a la humanidad por milenios. Lo único que te puede salvar es tu decisión de ver lo bueno en cada persona, tu deseo de valorar la vida a partir del amor que albergas en tu corazón y tu misión de servir a los demás antes que a ti mismo …
A todos mis lectores les deseo una muy feliz semana llena de paz, amor y prosperidad y que la tierra del olvido nunca ingrese en sus corazones, ni se adueñe de su visión de vida.