Amar es saber decir adiós

Pluma


El amor es un sentimiento difícil de explicar, es algo demasiado efímero y, a la vez, real. Cada persona lo interpreta y lo siente a su manera. Para algunos amar significa poseer, para otros amar es valorar y dejar ir y para la mayoría de la gente amar es sentir que una parte de nosotros vive en la otra persona, de allí la necesidad de permanecer al lado de los seres a quienes amamos.

Alicia es una chilena que conocí en París. Su característica principal es su buen humor. Ella trabajaba como secretaria en una dependencia de la empresa donde trabajaba mi marido y cuando se enteró de mi origen latino no tuvo reparos en invitarme a almorzar y abrirme la puerta a una amistad sincera. En esos momentos yo estaba recién llegada a la ciudad de la Luz, pero ella llevaba media vida allí, pues había llegado como estudiante de intercambio y se había quedado enamorada de la vida Bohemia.

La primera vez me sentí extraña en su compañía. ¿Qué podíamos tener en común? Ella contaba en esos momentos con cincuenta y tres años y yo veinte nueve, pero en ese primer almuerzo me di cuenta que ella mantenía un espíritu joven y libre, comparable con el de una adolescente con mucha experiencia.

Pronto nuestras salidas se tornaron como un tónico que me aliviaba los síntomas de la nostalgia. Ella me mostró la belleza de la ciudad de París desde una perspectiva diferente a la de los turistas, ella gozaba el arte en todas sus facetas, por lo que supo llenar mi cabeza de arte e historias parisinas. Una caminata por la cité o el barrio latino camino a un restaurante en su compañía, se convertía en una clase de historia de la humanidad, conocía a la perfección cada rincón de la París antigua y las historias ocurridas en sus pequeñas casas, conocía romances prohibidos de condesas y marqueses con sus citas a solas en casas de celestinas y sabía en qué lugares se había forjado la revolución o grandes hechos históricos. Era como si en lugar de vivir su vida, hubiera dedicado todo su tiempo a leer y aprenderse la vida de los demás en el pasado.

Una visita a cualquier museo o galería de arte -y París tiene muchísimos- se convertía en una cátedra universitaria sobre los diferentes estilos artísticos y su simbología oculta. Ella conocía montones de restaurantes, la mayoría de ellos tan pequeños y estrechos que las personas tenían que tener cuidado a la hora de comer para no tomar la comida del plato del vecino. La mayoría de sus amigos eran artistas bohemios que vivían en pequeñas buhardillas que en las noches se convertían en aulas de tertulias sobre literatura y arte, dignos de compararse, o incluso superiores, a las de las grandes academias de arte.

Me encantaba salir con ella, sentía que la rodeaba una magia especial, siempre estaba feliz a pesar de la multitud de problemas que afrontaba. Su sobrepeso era evidente, aunque siempre decía que ese era su encanto, pero sus problemas de salud no la dejaban en paz en ningún momento, y sin embargo ella siempre se sobreponía.

Vivía en un estrecho apartamento donde su sala se convertía en su dormitorio y su cocina en su estudio de trabajo, todo estaba mezclado en un todo repleto de libros y la mayoría de las cosas tenían múltiples funciones. Lo único que permanecía estable siempre era su baño, y eso por obvias razones.

Cuando yo ya llevaba ocho meses en París, ella recibió la visita de María Teresa, su madre, una mujer mayor, con cara de malgeniada pero muy amable, que había llegado a visitar a su hija como todos los años. Es importante aclarar que la relación de madre e hija era la mejor del mundo. Para Alicia, María Teresa era su mejor amiga y confidente, aunque tuvieron sus años de crisis en especial durante su adolescencia y su juventud, razón por la cual ella había decidido salir de Chile, pero con el paso de los años la relación mejoró considerablemente.

Según me contó Alicia, su madre solo había amado a un hombre en su vida, y este era su padre, pero al momento en que ella quedó en embarazo, a la edad de diecinueve años, su padre la abandonó aludiendo que era muy joven para hacerse cargo de una familia. Ese abandono le rompió el corazón a María Teresa, quien desde ese momento decidió cerrarse al mundo. Alicia nunca le conoció hombre alguno y terminó heredando de María Teresa todos sus temores, de manera que Alicia creció pensando que los hombres eran seres terribles y egoísta capaces de hacer daño a todas las mujeres. Para ella, a los hombres solo les interesaba el lecho y nada más, y esa perspectiva de vida le dificultó a Alicia el poder formar una vida amorosa con alguien, aunque sí lo había intentado en varias ocasiones, pero siempre terminaba comprobando que su madre tenía razón en todo lo que le había enseñado, por lo que establecer una relación amorosa pronto pasó a ser algo sin importancia. Para ella, la esencia de la vida consistía en tener muchos amigos y amigas con los cuales compartir su tiempo.

Cuando María Teresa había llegado a París, Alicia se había sentido feliz, pronto nuestras salidas de dos se convirtieron en salidas de tres o de cuatro cuando nos acompañaba mi marido, aunque él gustaba poco de su presencia. Así fue como comprobé por mí misma que madre e hijas parecían como dos gotas de agua y no solo en su aspecto físico sino especialmente en la manera de ver y valorar el mundo.

Alicia no podía concebir su vida sin su madre, la amaba con todo su corazón, y a pesar de que vivían tan lejos la una de la otra su contacto telefónico era casi diario. Alicia sentía que su madre era el único ser que la amaba sinceramente.

A la semana siguiente de su llegada a París, María Teresa sufrió un desmayo repentino, por lo que Alicia se preocupó, pero su madre insistió en que no había sido nada solo un bajonazo de azúcar. Mi amiga no sabía que era, pero su madre estaba diferente. Ya no hablaba mal de los hombres, ni le recordaba constantemente lo malo que era el mundo como siempre lo había hecho. Ahora le repetía constantemente que debía ser fuerte y que la vida era para disfrutarla. Incluso en una ocasión se había puesto a llorar y le había pedido perdón, por lo que Alicia se había quedado perpleja y le había contestado que ella no tenía nada que perdonarle, a lo que su madre le había contestado que su egoísmo y su miedo a la vida habían hecho que Alicia llevara una vida solitaria igual a la que ella había decidido vivir.

Cuando Alicia y yo telefoneábamos, ella me decía que su madre estaba cambiando y que eso le producía cierto miedo, era como si se estuviera despidiendo y no comprendía el porqué. Luego de un mes en París, su madre volvió a sufrir de un desmayo muy prolongado por lo que Alicia llamó a una ambulancia y, ante las protestas de su madre, se dio su traslado a un hospital. Allí se enteró de la verdad: su madre tenía cáncer en estado terminal. Alicia le rogó que se hiciera quimioterapia o radioterapia o que se operara o cualquier cosa que la curara, pero su madre se negó, ella ya estaba en paz y quería una despedida rápida. “Amar es saber decir adiós”, habían sido sus últimas palabras.

Alicia se vino abajo, no concebía la vida sin su madre, ella era su todo y sin ella estaría vacía. Con la muerte de María Teresa, Alicia entró en una terrible depresión, por lo que estuvo a punto de perder su empleo. Yo la visitaba constantemente, pero ella no quería hablar con nadie, a veces ni siquiera abría la puerta y en esas ocasiones yo llamaba a Joan, un pintor de caricaturas en Sacre Coeur y el mejor amigo de Alicia desde su llegada a París. Ellos habían tenido un romance hacía ya muchos años que había terminado a causa de su incompatibilidad de caracteres, o al menos eso me había dicho ella, pero en su lugar había surgido una amistad inquebrantable.

Él había estudiado diseño gráfico y había trabajo con bastante éxito en ese campo, pero su falta de constancia y su mala administración del dinero lo habían llevado al fracaso. Bueno, eso y sus tres fracasados matrimonios, aunque su gran talento para dibujar caricaturas le daba suficiente dinero para vivir dignamente y llevar su vida bohemia.

Joan llevó a Alicia a una clínica y se dedicó en cuerpo y alma a cuidar de ella, la visitaba todos los días y la sacaba a pasear por sus jardines, le contaba historias y la hacía reír todo el tiempo. Yo también la visitaba y por lo general él siempre estaba presente. Poco a poco me di cuenta de que entre ellos dos había algo más que una amistad, pero que ellos negaban ese sentimiento.

Un día, luego de que Alicia salió de la clínica y empezó a trabajar, me confesó que Joan siempre había sido el gran amor de su vida, pero que ella tenía tanto miedo de que él le rompiera el corazón al igual que había hecho su padre con su madre que por eso nunca le había dado una oportunidad a ese sentimiento. Y entonces me dijo “amar es saber decir adiós” y me explicó que por eso le dijo adiós a Joan cuando más lo amaba.

Yo me quedé de piedra. Para mi amar significa estar al lado del ser amado, apoyarlo y protegerlo, claro está, también es saber decir adiós cuando esa persona no siente lo mismo por mí, pero el amor de Joan por Alicia era más que evidente. Cuando le expuse a ella mi perspectiva del amor, ella me sonrió y me dijo:

– Esa lección que tú me acabas de decir y que muy seguramente aprendiste hace ya muchos años, a mi me ha tomado mucho tiempo aprenderla. De ahora en adelante viviré con Joan porque ya no tengo miedo de amarlo, al fin y al cabo “amar es saber decir adiós al miedo de perder al ser amado”.

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