Ser mamá no es jugar con muñecas

Pluma


Nadie me enseñó a ser madre, es algo que he aprendido por ensayo y error. No he de negar que en mi búsqueda por aprender este hermoso arte de amar sin condiciones me inspiré en mi madre. Ella siempre ha sabido apoyarme en todos los momentos de mi vida, aportando una palabra sabia o de aliento, aún sin que se la estuviera pidiendo, porque ella sabía en el fondo de su corazón que eso era lo que yo necesitaba. Mi madre no es perfecta, ninguna persona lo es y ha cometido errores como todas las madres del mundo, pero de igual manera su amor por mí y mis hermanos si que es perfecto y es ese amor el que mi alma ha sabido captar en cada momento. Esta es la razón por la que los hijos amamos a nuestros progenitores por encima de sus defectos y errores.

Como vivo en el exterior y mi madre no ha podido estar a mi lado para acompañarme físicamente en mi travesía de ser madre, he devorado libros enteros tratando de encontrar la respuesta a una pregunta inconclusa: ¿cómo ser una buena madre sin…? No sé cómo terminar esa pregunta: ¿…sin cometer errores?, ¿…sin enojarme?, ¿…sin equivocarme?, ¿… sin dañar a mis hijos?, ¿…sin dejar de ser mujer?, ¿…sin renunciar a mí misma?

Además de tratar de seguir el ejemplo de mi madre y de buscar conocimientos en los libros, también he buscado la sabiduría guardada por generaciones en el corazón de otras madres y abuelas, entablando interminables conversaciones sobre técnicas de crianza, formas de educar asertivamente o como corregir sin generar ambivalencia en los hijos. Pero nada de lo que busqué, investigué o aprendí me preparó para esta ardua y sufrida, pero a la vez magnífica y maravillosa
labor.

Durante mi infancia uno de mis juegos favoritos era hacer de mamá con mis muñecas. Me gustaba cambiarles los pañales, darles de comer y pasearlas en mis brazos. En esa época no existían los cochecitos de bebé para muñecas. A veces las regañaba cuando no se portaban juiciosas imitando el comportamiento de mi madre. Y cuando mi prima venía a visitarme, pasábamos la tarde entera preparando comida imaginaria para ellas, cambiándoles la ropa, peinándolas y haciendo todas esas cosas que hacen las niñas. No es que tuviera muchas muñecas, tan solo unas cuantas. Es extraño, pero no recuerdo el nombre de ninguna de ellas, solo el nombre de un muñeco, que era mi favorito. Lo llamaba Jovani y era muy especial, pues cada vez que le daba de beber agua de verdad, mojaba el pañal como un niño real.

Ahora a las niñas, además de regalarles muñecas y juguetes miniatura de los electrodomésticos que se utilizan en un hogar, se les regala autos, robots, juegos de herramientas y demás juguetes que en mi época eran únicamente destinados a los niños varones. Yo estoy muy feliz en que esa moda haya cambiado, y estoy segura de que el instinto materno de igual manera se me hubiera desarrollado si hubiera jugado con camiones, motos, robots o soldaditos. Es más, recuerdo que cuando nos reuníamos los primos y las primas jugábamos con todos los juguetes, así que algunas veces yo tomaba el auto de uno de mis primos y ellos algunas de mis muñecas.

Pero ese no es el tema de mi historia del día de hoy. Yo creo que ese instinto de madre, que toda niña tiene en su interior, se va preparando con esos juegos infantiles. Pero a la vez creo que esas hermosas fantasías que creamos a la hora de ser niñas nos generan unas falsas expectativas acerca de lo que significa ser madres. Claro que, si conociéramos la realidad como es desde un comienzo, sin ese impulso fantástico que aportan los juegos de infancia, sería casi imposible que una mujer se animara a ser madre, ya que es una labor completamente agotadora, tanto física como mental y espiritualmente. Ser madre implica un proceso de transformación y una renuncia a nuestra esencia. Implica dejar de ser uno para ser dos o tres o cuatro, eso depende del número de hijos que se tenga. Cada hijo lleva una parte de nuestra alma dentro de ellos.

Existen muchas personas, y yo misma las he escuchado, que se atreven a juzgar a los demás y a clasificar a las mujeres entre buenas y malas madres. Creo que tan solo el plantear la posibilidad de que se pueda establecer ese tipo de categorización es algo completamente injusto. En mi concepto, no existe la más mínima posibilidad de encontrar comparación entre una madre y otra, cada una es a su vez y a su manera perfecta para las necesidades de sus hijos y solo ellas son capaces de interpretar las más mínimas necesidades con tan solo una mirada.

Alguna vez leí la teoría de que las diferencias entre algunas madres y otras se daban a causa de que una persona no pude enseñar lo que no ha aprendido. Si una mujer no se ama, ni se valora a sí misma, ¿cómo puede enseñar a sus propios hijos a amarse y valorarse a sí mismos sin importar el concepto que los demás puedan tener de ellos? Si una mujer no se acepta así misma con sus cualidades y defectos, y busca ser feliz aceptándose como un ser imperfecto y ve en esa imperfección su propia belleza, ¿cómo puede enseñar a sus hijos a aceptarse como seres perfectos en la imperfección? Nuestros hijos aprenden lo que somos y no lo que deseamos, nuestros hijos aprenden de nuestro comportamiento y no de nuestros discursos y cantaletas. Si una mujer tiene una buena y alta autoestima es muy probable que sus hijos también la tengan.

Es una teoría muy interesante y puede que hasta aplique en muchos casos, pero en mi experiencia de vida también he encontrado ejemplos de mujeres que carecían de amor propio y sentían que eran un desastre como personas, pero sus hijos eran todo lo contrario a ellas y poseían una alta y vigorosa autoestima, desvirtuando por completo esta hipótesis. ¿Porqué se puede dar esa situación? Considero que la respuesta es muy sencilla: por el amor. Puede que esas mujeres no se amen lo suficiente a sí mismas, pero han sabido amar y apoyar a sus hijos cuando ellos las han necesitado, porque el amor de madre es inherente a ellas, es auténtico y fuerte, y es una fuerza vital que nace del alma y refuerza la vida de cualquier ser.

Así pues, lo más importante es que haya amor, y de eso hay montones en el corazón de cada mujer, pero existe un enemigo oculto de la maternidad, que habita en nuestro interior desde que somos unos niños, y es el egoísmo. Egoísmo viene del griego ego (yo) e ismo (doctrina o práctica), y se define como ese impulso que posee todo ser humano de creerse el centro del universo, de poner sus prioridades, deseos y sentimientos en primer lugar por encima de las prioridades, los deseos y los sentimientos de las otras personas. Es un comportamiento normal y los niños lo demuestran en todo su potencial en sus juegos, y de aquí viene de nuevo el juego con las muñecas. En los juegos infantiles, las muñecas hacen caso a todo lo que las niñas desean y se comportan como las niñas quieren, pero en la vida real la ecuación se invierte y las madres terminan dejando a un lado sus intereses para llenar las necesidades y los deseos de sus hijos.

El egoísmo es un sentimiento positivo y es uno de los motores que ha llevado a la humanidad al estado de desarrollo en el que se encuentra, pues si los seres humanos no buscaran cumplir sus metas y sus deseos perderían la motivación en la vida y es ese egoísmo el que los impulsa a luchar, pero el ser madre, implica renunciar al egoísmo por un buen tiempo. En mi caso ser madre implica una lucha constante entre el egoísmo y el instinto materno. Al comienzo, cuando nuestros hijos son bebés, el instinto materno es la fuerza que motiva nuestra existencia y es la que nos permite dejar nuestro trabajo, amigos e incluso a nuestra pareja por un tiempo para tan solo dedicarnos a nuestros hijos. Vivimos para ese pequeño ser tan frágil que ha salido de nuestras entrañas, pero a medida que nuestros hijos crecen el egoísmo empieza a tomar poder y a tratar de recuperar el lugar perdido.

A qué madre no le ha sucedido que lleva meses planeando una actividad, por ejemplo, asistir a un concierto de su cantante favorito, que por fin y luego de muchos años de espera realiza una gira que incluye a la ciudad donde vivimos. Con ilusión convencemos a nuestra pareja y buscamos un grupo de amigos y amigas que nos apoyen en la idea de asistir al concierto. Compramos los boletos con meses de antelación y planeamos muy bien la velada. Incluso reservamos mesa en un restaurante para antes del concierto cenar entre amigos. Contratamos a la niñera y hasta compramos un vestido o zapatos nuevos. La ilusión del evento nos mantiene en un estado de alegría por algún tiempo, en especial cuando se acerca la fecha. Y cuando llega el tan esperado día, apenas el sol traspasa la ventana y te levantas con los mejores ánimos, tu hijo te sorprende con que tiene fiebre.

De inmediato se desata una lucha interna, esa lucha entre el egoísmo y el instinto materno del que les estaba hablando:

–¿Voy o no voy? esa es la cuestión –te preguntas de inmediato.

Y así como en los dibujos animados, empezamos a escuchar dos vocecitas a cada lado. Una de esas vocecitas es el egoísmo, que es el primero en saltar al agua:

–Tu hijo está bien –dice exponiendo sus argumentos–. Solo es una fiebre más, nada grave. Dale la medicina y se pondrá mejor. Ya verás cómo esta noche no tiene nada.

–No se sabe –interviene el instinto materno–. Es mejor cancelar tu ida, tu hijo te necesita.

–Llevas mucho tiempo esperando este momento –replica el egoísmo debatiendo–. El concierto no se va a repetir nunca. ¡Es una oportunidad única!

–Eso no es cierto, seguro que en unos años podrás asistir a otro concierto aún mejor que el de esta noche –el instinto materno se mantiene en la lucha–. Tu hijo es mucho más importante.

–¿Porqué siempre tienes que ser tú la que renuncia a todo lo que te gusta? –ataca el egoísmo de forma despiadada generando desasosiego– ¿Porqué no más bien vas tú al concierto y que tu esposo se quede en casa? Ya es hora de que vuelvas a disfrutar de momentos que son solo para ti.

–No te sentirías a gusto –responde el instinto materno–. Estarías todo el tiempo pensando en tu hijo y si tú no vas, tu esposo tampoco irá. Sería injusto dejarlo solo en casa con el niño.

En fin, el debate mental dura casi todo el día y es bastante agotador, pero puedo asegurar que, en la mayoría de los casos, el absoluto ganador es casi siempre el instinto materno.

Así pues, ser madre implica renunciar a muchas cosas, pero tan poco es tan malo. Sí, es entregar gran parte de ti, pero a cambio recibes el doble en amor y gratitud.

Cuando era niña y jugaba con mis muñecas, podía, en el momento en que yo quisiera, dejarlas e irme a hacer otras cosas. Ahora que soy madre, no puedo abandonar a mis hijos para ir a hacer otras cosas que me gustan. La responsabilidad es para toda la vida.

Hace tiempo que acepté renunciar a mis prioridades por las de mis hijos, y lo mejor de todo es que me he dado cuenta de que a medida que han crecido tengo cada vez más tiempo para mí y aquellas prioridades que había relegado a un segundo lugar. Como lo dije antes, el que da recibe, y recibe con creces.

Ser madre es algo maravilloso, pero de ninguna manera es como jugar con muñecas.

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