El placer de amamantar

Pluma


Hace dos semanas llamé a una amiga que vive en Estados Unidos. El día anterior había nacido su hijo y estaba encantada, feliz y rozagante, orgullosa de haber tenido un parto rápido y tranquilo. Ella ya tiene una niña de seis años y ahora, como dicen muchos, “ya completó la parejita”.

Pasamos casi una hora hablando del proceso del parto, que para muchas mujeres es lo más complicado. Entonces entre chistes y bromas, recordé que para mí el parto de mis dos hijos fue mucho más llevadero que la primera amamantada. En especial la de mi primer hijo. Ella de inmediato estuvo de acuerdo conmigo. Ya había intentado en tres ocasiones esa mañana darle pecho a su bebé, pero el dolor se lo había impedido. En ese momento, mientras hablábamos, su madre le estaba colocando compresas tibias para mitigar el dolor. Casi todas las mujeres nos concentramos en decir que el dolor del parto es el más intenso que se puede experimentar en la vida y olvidamos el dolor que significan las primeras amamantadas.

Yo tengo una anécdota al respecto:

Mi primer hijo nació en París. Los dolores me habían estado molestando desde hacía casi una semana y ya en dos ocasiones me había presentado en el hospital, maleta en mano, en compañía de mi marido para el gran momento. Y en las dos ocasiones, luego de una hora de monitoreo, mi médico, un hombre muy amble y simpático, me había devuelto a casa diciéndome que mi cuerpo solo estaba practicando las contracciones, que los pequeños dolores que sentía eran solo el preámbulo y la forma de indicar que en cualquier momento se presentaría el momento de la verdad, pero que me tranquilizara, que midiera los tiempos y que regresara cuando el dolor fuera verdaderamente intenso y con repeticiones en lapsos no mayores a los diez minutos.

Aquel miércoles a las cuatro de la mañana sentí como si me hubieran dado una patada en el estómago y quedé sentada del dolor, luego todo quedó de nuevo en calma. Me levanté y me dirigí a la cocina para tomar un vaso de agua y regresar a la cama, pensando que todo solo había sido una imaginación mía, que me estaba obsesionado con lo del parto, aunque la fecha era para el ocho del mes ya estábamos a doce y mi bebé seguía aferrado a mis entrañas. Luego pensé que no debía apresurarme, que después de que él saliera, ya no podría volver a sentir sus movimientos dentro de mí. Una sensación que me fascinó todo el tiempo, me sentía única como una flor en primavera, un grillo en el verano, una hoja en el otoño o un copo de nieve en el invierno. Sabía que mis sensaciones no se volverían a repetir en mucho tiempo.

A veces mi hijo se estiraba y yo podía ver como mi estómago se alargaba y un pequeño bultico se asomaba por entre la piel. Era hermoso. Sabía que allí, en la parte alta de mi estómago, estaban sus piecitos, así que tocaba el bultico y trataba de hacerle cosquillas diciéndole cosas lindas, a lo que mi hijo de inmediato reaccionaba, volvía a encoger la pierna y el pequeño bultico desaparecía.

En otras ocasiones movía los pies hacia adentro y lanzaba, sin querer por supuesto, una patada fuerte a mis pulmones, ya que sentía como si el espacio para el aire de repente se redujera. Entonces le hablaba con cariño y le pedía que se moviera para otro lado o no iba a poder tomar el aire necesario para los dos, estoy segura de mi hijo me escuchaba, pues de inmediato cambiaba de posición.

Cuando comía era otra cosa. Creo que a mi hijo le gustaba jugar a darle golpecitos con las manos a mi estómago e intestinos, para abrirse espacio, así que el último mes estaba comiendo como un pajarito: poquito pero cada ratico, de manera que él tenía su espacio y yo me dedicaba a disfrutar a cada instante de todas las ricuras que podía encontrar. Mi apetito se había abierto y muchas cosas que antes no me gustaban ahora me parecían un verdadero manjar.

Bueno, pues aquella madrugada tomándome mi agua y reflexionando sobre estos temas y las hermosas sensaciones en mi interior, tuve una visión sobre el futuro: como llevaba ya casi un mes sin poder dormir de largo toda la noche, pues mi hijo se movía demasiado, pensé que la ventaja de que mi hijo ya no habitara mi vientre sería que yo volvería a dormir tranquila y holgadamente toda la noche, al igual que lo hacía antes de quedar en embarazo. Ahora que ya han pasado los años y he atravesado por varias etapas de completo insomnio a causa de mis hijos, me doy cuenta de lo ingenua que era y lo idealista en cuanto a lo que sería mi deber de madre.

Si una primeriza hoy me pidiera un consejo, yo le diría sin dudarlo: duerma todo lo más que pueda en el embarazo, porque después de que el niño nazca no se puede disfrutar a plenitud del sueño hasta que el niño tenga, por lo menos, tres años.

No había terminado mi vaso de agua cuando de nuevo un tirón fuerte me recorrió de la columna al coxis haciendo que yo emitiera un pequeño quejido de dolor, pero de inmediato pasó, lo que dio pie a que mi imaginación empezara a volar. ¿Y si ya era el momento? ¿Y si no me apuraba y mi bebé nacía en mi casa sin atención médica? ¿o en el auto? De situaciones así había escuchado muchísimos casos. Pero luego pensé en las palabras del médico: “solo cuando los dolores sean fuertes y cada diez minutos”.

Me fui a buscar mi reloj, pero no alcancé a llegar al corredor, esta vez sentí que algo empujaba mi estómago hacia abajo. Estaba segura: el momento había llegado.

Desperté de inmediato a mi esposo, quien entre sueños apenas pudo rezongar:

– ¿No puedes esperar hasta las siete de la mañana?

Pero cuando vio que me torcía del dolor y que las lágrimas rodaban por mi rostro mientras trataba de controlar mi respiración, saltó de la cama como un saltamontes y en pocos minutos, nuevamente maleta en mano, íbamos directo al hospital. Recuerdo muy bien que las calles estaban vacías y en un semáforo en rojo alcancé a ver la Torre Eiffel, aquel hermoso lugar donde, en el parque que la rodea, dos años atrás mi marido me había pedido matrimonio formalmente sobre una colcha de picnic y con una botella de champaña en la mano. Pero ese pensamiento me duró poco, pues en ese momento sentí un dolor interno que me hizo pensar que tenía que ir al baño y que no podría aguantar las ganas por mucho tiempo.

Llegamos a la clínica y apenas pasé la puerta rompí aguas. Las enfermeras me acostaron en una camilla y me conectaron a una máquina que monitoreaba el corazón del bebé. Yo miraba esa pequeña línea que subía y bajaba y escuchada el sonido como si fuera una melodía escrita por Beethoven e interpretada por la mejor orquesta filarmónica del mundo. Mi marido se vistió de médico y se quedó todo el tiempo a mi lado leyendo el periódico tranquilamente, mientras yo me retorcía en la cama del dolor. Las contracciones iban y venían y así estuve hasta casi las ocho de la mañana, hora en que llegó el doctor. Mi marido le hizo el reclamo de por qué no se había presentado antes, pero él muy tranquilo le dijo que un parto se toma su tiempo y que, si su presencia hubiera sido indispensable, las enfermeras lo hubieran despertado, cosa que no sucedió.

En todo caso, yo creía que una mujer en parto llegaba a la clínica y en un par de horas estaba todo listo, otra idealización de mi fantasía de primeriza ingenua. Luego he leído que hay partos que se demoran hasta tres días, así que yo con mis ocho horas debo darme por bien servida.

A las once y media me bajaron de la habitación en que me encontraba, la cual tenía hermosos cuadros de bebés, junto con unas cortinas naranja que tapaban la luz y el ruido de la calle y donde mi marido ya había terminado de leer el periódico del día, hasta la sala de partos, un lugar más bien triste y desolado, de paredes blancas con una camilla en el medio, luces de estadio de conciertos en el techo y un montón indeterminado de aparatos y monitores al lado. Claro que, para ese momento, la belleza del sitio era lo de menos, los dolores eran verdaderamente fuertes y yo sudaba muchísimo, aunque no gritaba, pero si emitía quejidos difíciles de describir. Entonces me acordé de un estudio que había leído hacía poco, sobre la forma en que las indígenas del Amazonas se preparaban para el momento del parto. Cada una tomaba una manta limpia y se iba en compañía de su madre y hermanas a la orilla de un río, donde en medio de la naturaleza buscaban un árbol pequeño pero fuerte en el que la parturienta pudiera sostenerse fuerte de los brazos, y en cuclillas sobre la manta limpia nacía el niño, esos partos por lo general eran mucho más rápidos que los de los hospitales y absolutamente menos dolorosos.

En medio del dolor le dije al médico que me quería levantar de la cama, que quería tener a mi bebé de cuclillas, como las indígenas. He de confesar que el rostro de sorpresa del médico no se me va a borrar jamás de la memoria, pues primero me había negado a recibir la inyección epidural para el dolor y ahora le pedía que me dejara levantar y me buscara algo con que sostenerme fuertemente para poder tener a mi hijo de cuclillas.

El médico me dijo que el momento se aproximaba y no podía admitir esa petición, pues en esa posición él no podría hacer bien su trabajo. Pero mi marido me apoyó y le dijo que, si así yo quería el parto, pues así lo iba a tener y de inmediato me levantó y como no había nada en lo que podría sostenerme, él me sirvió de árbol. Se ubicó en mi espalda y me tomó fuertemente por las axilas, así me sostenía con fuerza mientras yo pujaba fuertemente. A la segunda contracción luego de estar en esa posición, la cabeza del niño se asomó y entre el médico y mi esposo me acostaron en la camilla. El cuerpo de mi hijo se deslizó con suavidad y el médico le dio a mi esposo las tijeras quirúrgicas para que él cortara el cordón umbilical. Mi marido lo hizo y de inmediato alzó al bebé para que yo lo viera. Otro momento mágico que perdurará en mi memoria para siempre. Mi hijo se veía como un verdadero angelito, igualito a uno de esos que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Solo le faltaban las alitas para que se pusiera a volar por la habitación.

La sonrisa de mi esposo se confundía con el llanto de mi hijo y yo sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Recordé fugazmente unos hermosos momentos de mi infancia cuando sentada en las rodillas de mi padre me sentía completamente amada y segura. Sabía que mientras estuviera a su lado todo mi mundo estaba bien y ahora al lado de mi esposo y mi hijo sabía y me sentía de nuevo amada y segura. La sensación de felicidad fue absoluta.

Una hora después ya estaba bañada y mi bebé vestido. Yo descansaba plácidamente en una cama y mi bebé dormitaba calmadamente sobre mi pecho. Las enfermeras me preguntaron si le traían un biberón, yo respondí que no, que lo iba a amamantar. Entonces me dijeron que debía colocar al bebé cerca del pecho para que empezara a succionar. De inmediato lo hice pensando que experimentaría una sensación maravillosa como todas las anteriores al momento del nacimiento del niño, pero lo que sentí fue un dolor terrible en mi pecho algo así como si me estuvieran enterrando mil agujas. Sabía que debía darle el pecho al niño, así que aguanté valientemente este dolor completamente nuevo. Mi bebé chupaba con una fuerza de diez aspiradoras y yo creí que succionaría hasta sacarme el alma, pero la verdad es que me salió muy poca leche. Mis senos apenas estaban aprendiendo, al igual que yo, a ejercer su nueva función.

Así pasó la tarde y las visitas no se hicieron esperar. Ya en la noche las enfermeras se llevaron a mi hijo para que yo pudiera dormir, pero no lo pude hacer como yo creía. Sentía un vacío terrible y tenía miedo de que me lo robaran. A eso de las tres de la mañana les pedí a las enfermeras que me lo trajeran y entonces si pude conciliar el sueño, pero solo por dos horas, pues a las cinco mi hijo despertó el hospital a gritos. Yo le puse el pecho y eso lo tranquilizó, pero para mí fue otro gran martirio, pues además de que me dolía la succión descubrí un montón de bultos duros como piedras que me dolían con tan solo mirarlos.

Y aquí por fin les voy a contar mi anécdota:

Las enfermeras, muy experimentadas en su labor, sabían que mis senos solo estaban produciendo lo que en Colombia llamamos calostros, que son las primeras leches, y que esos bulticos eran leche acumulada que tenía que salir o se podría producir una infección. Así que muy temprano en la mañana una de ellas de forma muy amable me preguntó si tenía demasiado dolor en los pechos, a lo que yo respondí con un rotundo sí.

Luego me dijo que, si lo deseaba, ellas podrían darme un masaje que me calmaría el dolor. Ante esas palabras tan elocuentes, acepté con gusto la propuesta. La enfermera me hizo firmar la autorización, para luego retirarse de la habitación con la excusa de traer unas toallas. Cuando regresó lo hizo en compañía de dos enfermeras, una de las cuales tenía cara de general y músculos de luchador.

Mientras la primera enfermera colocaba una toalla bajo mis senos y sobre ellas unos pañales absorbentes, la que tenía cara de pocos amigos se ubicó en la cabecera de la cama y la otra a los pies. Cuando la primera enfermera me preguntó si estaba lista, y yo respondí que sí, la segunda me tomó con todas sus fuerzas de los brazos y me inmovilizó, la tercera hizo los mismo con mis piernas y entonces, la enfermera encargada de darme el masaje empezó a exprimir mis senos con tal fuerza que yo creí que moriría, y no solo de dolor, sino también de estupidez, pues ingenuamente me imaginé un masaje relajante con música de fondo y en cambio estaba recibiendo la tortura más horrible que he tenido en mi vida. Yo gritaba y pedía que pararan, a lo que ellas me contestaban que no demoraría mucho, que solo necesitaban desocupar los senos. No sé cuánto duro el masaje, pero en esos minutos bajé al infierno, subí al cielo y regresé a la tierra.

Mi marido llegó a tiempo para ver el brutal ataque que estaba sufriendo, pero a pesar de sus protestas las enfermeras no pararon y, contrario a ello, llegó una cuarta enfermera para explicarle la situación y mostrarle el papel que unos minutos atrás yo misma había firmado.

En conclusión, el masaje tal vez no fue lo que yo me imaginaba, pero fue todo un éxito. Luego de que terminaron y que mis senos quedaron como dos globos desinflados, caí en un profundo sueño. Dormí casi ocho horas, luego de las cuales me levanté completamente renovada, con los pechos grandes llenos de leche, pero sin la más mínima muestra de dolor, y cuando mi hijo tomó del pecho nuevamente, por primera vez experimenté una conexión mágica ente los dos. Él me miraba directo a los ojos mientras succionada y entre succión y succión emitía una sonrisa coqueta. Yo no podía dejar de mirarlo, estaba anonadada, sumergida en los placeres de amamantar por primera vez. En ese momento mi mundo se limitaba a él y yo. Era vivir una sensación de satisfacción absoluta y esa sensación la seguí experimentando durante todo su primer año de vida, que fue el tiempo en que disfruté del placer que significa amamantar.

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