El miedo cuando se es madre

Pluma


Antes de ser madre, nunca imaginé que serlo implicara renunciar a la tranquilidad casi por completo. Ahora sé que ser madre implica el sentir una constante zozobra por el bienestar de ellos, los hijos. No sabría bien como describir ese sentimiento que vive latente en mis adentros desde el primer instante en que supe que estaba embarazada, y que con el paso del tiempo y dependiendo las circunstancias se intensifica o disminuye, pero nunca desaparece.
Es algo así como una inquietud en el espíritu, una agitación en las entrañas, una incertidumbre en la mente. Es como una pequeña fuerza dentro de mí que me impulsa a asegurarme constantemente de que mis dos hijos están bien, que duermen plácidamente, que no tienen hambre o que son felices. Cuando alguno de estos requisitos no se cumple, esa inquietud se transforma en una ansiedad que me lleva a tomar las medidas necesarias para que tengan lo que necesitan y a alejar los posibles peligros que aparezcan.

Cuando mis hijos están enfermos puedo decir con total seguridad que minutos antes de que me digan “Mamá, me siento mal“, en mis adentros una vocecita ya me había informado de eso. Es como un flechazo de luz y con tan solo una mirada puedo saber con seguridad que algo no anda bien, y es entonces cuando esa inquietud se convierte en preocupación. Las madres somos las primeras médicas que existen, pues tan pronto detectamos el problema, vamos por el remedio casero que aliviará los males de nuestros hijos.

Ahora comprendo mucho mejor a mi madre cuando me decía: cuando los hijos crecen las preocupaciones aumentan. Eso es cierto. Mientras los hijos son bebés los tienes a tu lado casi todo el tiempo y sabes lo que hacen e incluso puedes controlar los factores que podrían afectarlos, como temperatura o comida. Pero cuando crecen las cosas cambian: los hijos empiezan a correr, a jugar, a comunicarse e interactuar con otras personas y poco a poco sientes que pierdes el control de los factores. Esa independencia hace que la inquietud se convierta en nerviosismo.

Bueno, no es que me la pase todo el día preocupada, es solo que, dentro de mí, siempre tengo ese sentimiento muy calladito y escondidito. Cuando alcanzo a percibirlo levemente, siempre trato de tranquilizarme diciéndome que todo está bien, que he hecho todo lo posible para que mis hijos crezcan sanos y felices y que pase lo que pase cada uno tiene un ángel que los cuida cuando no estoy cerca.

Hace cuatro años, cuando mi hijo mayor tenía cinco años y el pequeño tres, esa inquietud en mi alma alcanzó su punto más alto. Experimenté físico miedo. Es lo más horrible que jamás creí vivir y que estoy segura toda madre lo ha experimentado al menos una vez en su vida.

Todo empezó temprano en la mañana, los niños se levantaron y de inmediato supe que algo no estaba bien, los miré fijamente al rostro y descubrí que mi hijo mayor estaba un poco pálido, ojeroso y cansado, le toqué la frente, pero no tenía fiebre, y no expresaba mayores síntomas, solo se sentía con mucho sueño. Llevé al pequeño a la guardería y me quedé con el mayor en casa, pues algo dentro de mí me decía que no era buena idea dejarlo en la guardería. Estuvimos jugando un rato y entonces llegó la fiebre.

Llamé a la pediatra y le pedí una cita. Generalmente no acudo al médico de inmediato cuando mis hijos presentan fiebre, pero ese día tenía una sensación de alarma que me preocupaba. La cita me la dieron para las 11:30 de la mañana y como mi hijo pequeño salía de la guardería a la misma hora decidí pasar a recogerlo antes de ir a la cita médica. Al mayor le medí la temperatura y fui consiente que estaba subiendo muy rápido, así que le di la medicina para el caso y lo senté en el auto. Paré a recoger al pequeño frente a la puerta de la guardería y le pregunté si me quería acompañar, pero me dijo que estaba muy cansado, como era marzo y el día estaba frío, no vi inconveniente en dejarlo solo cinco minutos mientras recogía al más pequeño.

Entré a la guardería y cuando me paré en la puerta del salón donde jugaba el más pequeño, algo dentro de mí me gritó que debía volver al coche de forma urgente, un corrientazo cruzó mi cuerpo y lo dejó con una sensación de frío intenso, mi estómago se revolvió en mis entrañas, mis manos empezaron a sudar sin control y mi corazón empezó a latir fuertemente, fue una sensación de miedo absoluto. Como mi hijo pequeño ya me había visto y corría hacia mi encuentro, lo tomé en mis brazos y sin decir nada a nadie. Las profesoras se quedaron mirando con los ojos y la boca abierta, corrí escaleras abajo con mi hijo pequeño alzado, dejando atrás su maletica y demás cosas. Lo único que quería era llegar al auto.

Al abrir la puerta vi que mi hijo mayor estaba prácticamente blanco, lo llame por su nombre y me dijo con los ojos medianamente entre abiertos: Me siento muy mal, mami.

El pánico inundó mi cuerpo, aunque debía pensar rápido en qué hacer. La pediatra estaba a solo dos cuadras de allí pero había un semáforo de por medio, sin embrago consideré que llamar una ambulancia podría tomar más tiempo. A una velocidad increíble ubiqué al más pequeño en su asiento, le coloqué su cinturón de seguridad y me dirigí a conducir el auto con una calma y claridad absoluta que aún ahora me causa asombro. Mi cerebro trabajaba a velocidad luz y analizaba con claridad cada momento. Puedo recordarlo todo como en cámara lenta.

Tan pronto encendí el coche le empecé a hablar a mi hijo mayor y le dije que me cantara su canción favorita, a lo que mi hijo empezó a hacer su mejor esfuerzo. Cuando se quedó callado le grité que no cerrara lo ojos, que se lo prohibía y que me dijera su nombre. Mi hijo pequeño, que con seguridad sintió mi pánico, también empezó a hablarle a su hermanito, pero él apenas podía balbucear palabras. Cuando me pare frente al semáforo en rojo miré a mi hijo por el retrovisor y vi que sus labios estaban azules y sus ojos cerrados. En ese momento mi hijo pequeño dijo enérgicamente.

-Ya no quiere hablar más, mami.

Miré el semáforo en rojo y sentí que la vida de mi hijo estaba en peligro y que era cuestión de segundos poder salvarla. Observé a ambos lados de la calle y vi que no venía ningún vehículo, así que sin importarme la luz roja que iluminaba mis ojos, pisé el acelerador lo más hondo que pude y una cuadra más tarde paré el coche en seco en medio de la calle, que se encontraba anormalmente vacía. Abrí la puerta de mi hijo mayor, lo tomé en mis brazos y tan pronto lo saqué del coche su cabeza se cayó hacia un lado. Corrí pasando la calle hacia la puerta de cristal, que estaba decorada con tres ositos, un arcoíris y muchas estrellas doradas, como si fuera la entrada al paraíso.

Tan pronto ingresé a la consulta de la pediatra grité pidiendo ayuda. La asistente de la médica me arrebató a mi hijo de los brazos y lo ingresó por una puerta blanca. Yo me quedé parada un instante, sin llorar, sin hablar, tan solo mirando la puerta blanca tras la que estaba mi hijo. Las madres que estaban en la sala de espera de la consulta me hablaban, pero yo no escuchaba a nadie. De inmediato supe que mi otro hijo también estaba en peligro, lo había dejado solo en el auto que había quedado en medio de la calle con la puerta del conductor y la trasera izquierda abiertas y con las llaves todavía puestas. Solo alcancé a decirle a una mujer a mi lado que regresaba en un momento, que debía parquear el coche que lo había dejado en medio de la calle. Tan pronto atravesé la puerta de cristal escuché el ruido intenso a causa de los autos que no paraban de pitar. Una fila inmensa de autos llenaba la calle en los dos sentidos, pues el espacio era demasiado estrecho para que alguno pudiera pasar, pero no me importó, pasé la calle corriendo cerré la puerta del conductor y di la vuelta para cerrar la otra y de paso saber cómo estaba mi hijo pequeño. Él, que seguía sentadito en su sillita con el cinturón de seguridad puesto, me miró con sus ojitos llenos de lágrimas y tratando se sonreír me dijo tiernamente:

-Te estaba cuidando el coche, mami.

Yo, que hasta ese momento había guardado la calma, me desboroné por completo y lloré amargamente abrazada a mi hijo. Las lágrimas rodaban como un torrente por mis mejillas. Entonces una mujer de las que había visto en la consulta preguntó si me podía ayudar. Yo negué con la cabeza, solo necesitaba parquear el coche. Ella me dijo que con gusto retiraría su auto que estaba justo al lado si yo lograba conducir el mío, a lo que afirmé con un si rotundo. Luego de dejar mi coche en ese parqueadero, con un miedo que me carcomía el alma ingresé de nuevo a la consulta con mi otro hijo en brazos.

La asistente de la pediatra tan pronto me vio me dijo: “Tranquila, señora, su hijo ya reaccionó, la ambulancia viene en camino”. Esas palabras fueron un elixir para mi espíritu. Ella tomó al pequeño en sus brazos y yo corrí a ver a mi otro hijo. Estaba en la camilla acostado, muy pálido y con un respirador en la boca, pero con los ojos abiertos, y cuando me vio levantó su manita para que se la tomara. La médica me explicó que había bronco aspirado, pero que mi rápida acción lo había salvado. Había hecho lo correcto. Unas terribles preguntas inundaron mi mente: ¿por qué?, ¿qué hice mal?, ¿sería la medicina contra la fiebre?, ¿si lo hubiera llevado temprano a la consulta nada de eso hubiera pasado? La médica me repitió una y otra vez que es algo que se puede presentar de repente, que nadie puede preverlo y yo había actuado rápido y eso le había salvado la vida.

La ambulancia llegó y nos fuimos juntos a la clínica donde nos reunimos con mi esposo. Allí permanecí al pie de cama de mi hijo durante los siguientes cinco días, hasta que los médicos le dieron la salida y me aseguraron que estaba completamente recuperado y que lo sucedido probablemente no se repetiría nunca más.

Pero esa palabra, probablemente, es la que algunas noches no me deja dormir. En algún momento le he narrado esta historia a todas mis amigas y cada una de ellas me han asegurado que en algún momento han sentido lo mismo. Muchas han salvado la vida de sus hijos de las formas más inusuales, alguna incluso fue capaz de recibir a su hija en sus brazos cuando se cayó de un juego mecánico. Increíble, pero cierto, las madres tenemos un sexto sentido y una fuerza insuperable cuando de proteger a nuestros hijos se trata.

Es posible que nunca vuelva a estar tranquila como lo estaba antes de ser madre, pero todos los días agradezco sentir esa agradable zozobra, pues sin ella mi hijo no estaría a mi lado.

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