Decisiones
El cielo se había tornado azul cobalto desde el horizonte hasta el cenit, y al oriente detrásde un enorme árbol que cubría los edificios más allá del parque, se divisaba un brillo entre dorado pálido y rosa brillante. Gloria estaba sentada a mi lado con una copa de vino entre sus manos, era invierno y de cada una de las chimeneas de las casas situadas frente al parque salían espesas nubes negras que surcaban el cielo y se desvanecían poco a poco a medida que ascendían.
Ella y yo habíamos estado hablando toda la madrugada en la sala de su casa sobre la decisión que había tomado y no nos habíamos dado cuenta del transcurrir del tiempo. Gloria era una mujer hermosa, de cabellera negra como una noche oscura y de piel canela que hacía juego con sus hermosos ojos verdes, era esbelta y tenía una sonrisa sonora. Yo la había conocido a la semana siguiente de mi llegada a París. Estaba casada con un compañero de trabajo y a la vez mejor amigo del que en ese momento era mi prometido. La amistad había surgido entre las dos sin el mayor esfuerzo, una mirada, el cruce de dos palabras y luego ya nos hablábamos como si nos conociéramos de toda la vida. Ella era para mí, en esos momentos, mi única amiga y la única persona que conocía que hablaba español en esa hermosa y encantadora ciudad del amor.
Era de Guatemala, allí vivían su padre y sus dos hermanas, era la mayor y a sus diez años se había convertido en el remplazo de su madre, quien falleció de una apendicitis que se había complicado. Su padre era maestro de escuela y sus dos hermanas, juiciosas como ella, habían estudiado, una Enfermería y la otra, Derecho. Ella era zoóloga, una carrera que en un país tan rico en biodiversidad prometía mucho. Luego de terminar sus estudios había empezado a trabajar en una veterinaria y por un golpe de suerte, como siempre ella lo decía, había empezado a trabajar en La Aurora, el zoológico de la ciudad de Guatemala. Allí era feliz.
– La decisión está tomada, Andrea -me dijo con la mirada perdida y con una voz grave y sombría-. No hay nada que me puedas decir para cambiar de opinión.
Yo la miraba con ojos incrédulos mientras un rayo de sol traspasaba la ventana como un intruso y llenaba de luz la estancia.
– Es un cambio demasiado brusco -le dije, tratando de animarla-. Aquí estás bien, tienes un buen trabajo y mucha gente que te quiere.
Apenas un año atrás la había conocido, y ya se quería marchar de mi vida, me parecía injusto. Robert, su marido estaba de viaje con mi prometido, asuntos laborales que los mantenían mucho tiempo distantes de nosotras. Él siempre me había parecido un hombre muy bien puesto, agradable, charlador y simpático.
Una semana después de mi llegada a París, ellos nos habían invitado a cenar en su hermoso apartamento ubicado frente al parque Campo de Marte o Champ-de- Mars, como se dice en francés, así que desde su balcón frente a la sala tenían una vista diagonal y fabulosa de la Torre Eiffel.
Para mí fue muy agradable saber que desde ese momento tendría una amiga en París, alguien con quien compartir mis temores a la hora de enfrentarme a esa nueva vida, y creo que ella también se alegró al conocerme. Ella hablaba muy bien alemán y me gustaba mucho el pensar que un día no muy lejano yo también podría discutir con mi prometido en su idioma natal, al igual que lo hacía ella. Claro está que Robert prefería dirigirse a ella en español cuando yo estaba presente, un acto de cortesía que yo agradecía con creces.
Pero aquella mañana, mientras el sol derretía la poca escarcha que se había acumulado durante la noche sobre los tejados de los edificios cercanos y las ramas de los árboles desprovistas de hojas empezaban a gotear, supe que Gloria se despedía de mi vida con un adiós que sería para siempre.
Todo había empezado tres meses atrás, cuando había llegado llorando a la puerta de mi apartamento luego de dejar a su esposo en el aeropuerto. Yo ya llevaba nueve meses en Europa y con ayuda de Gloria había aprendido a entender la ciudad, tan distinta a todas en las que yo había vivido antes. También había empezado a estudiar el francés en La Alianza Francesa y había empezado a estudiar el alemán con una profesora privada que acudía a mi apartamento cada dos días en las horas de la tarde.
Así pues, mi tiempo transcurría entre aprender francés en horas de la mañana, alemán en horas de la tarde y encuentros casuales con Gloria, quien trabajaba medio tiempo como ayudante de una veterinaria ubicada a tres calles de mi apartamento.
Pero mientras yo me debatía entre aprender dos idiomas y establecer una vida al lado de un hombre perteneciente a una cultura completamente distinta a la mía, ella entraba al declive de su vida amorosa. Ya llevaba cuatro años de casada, el primero en Ciudad de Guatemala y los tres siguientes en París. Ella no podía tener hijos, lo había sabido desde su adolescencia y su marido fue consiente de eso al poco tiempo de que habían empezado a salir.
Se habían conocido en Guatemala, la empresa para la que él y mi prometido trabajaban lo había trasladado allí por cuatro años. Recién llegado a la ciudad había decidido visitar el zoológico y allí Robert la vio por primera vez. Él no había podido quitarle los ojos de encima mientras ella estaba curando una cebra que estaba enferma. Para conquistarla tuvo que pagar muchas entradas al Zoológico, nos habían dicho entre risas en esa primera cena que habíamos tenido.
– ¿Te acuerdas Andrea del día en que me enteré de la verdad? -me dijo mientras observada a través de la ventana. Su voz se escuchaba cansada. Habíamos pasado la mitad de la noche mirando tres películas viejas y el resto discutiendo sobre su inminente decisión.
– Cómo olvidarlo -le dije mientras dejaba sobre la mesa de la sala mi copa de vino vacía-.
Ese día empezó tu tormento.
– Estoy vacía -me dijo mientras tomaba la botella de vino con ademán de llenar mi copa vacía, pero yo la detuve.
– Ya he tomado suficiente -le dije ignorando su anterior comentario. El sol ya salió y esta tarde debo ir al aeropuerto a recoger a mi novio.
– A él y a Robert -agregó ella.
– Y a Robert -repetí mirándola a los ojos.
– ¿Cómo puedes mirarlo a la cara y compartir con él sabiendo lo que me hizo?
– Es el mejor amigo del que va a ser mi esposo -le dije-. Y no me corresponde juzgar sus actos.
– Pero es el hombre que me ha destruido la vida.
– Tu vida no está destruida. Debes ser fuerte y surgir de las cenizas, como el Ave Fénix.
– No sé qué hacer -se tapó los ojos con las manos y empezó a llorar de nuevo.
Así habíamos estado casi toda la madrugada. Yo la abracé y dejé que se desahogara. Me sentía impotente, conocía su dolor y me daba rabia que Robert le hubiera hecho lo que le hizo. Pero también conocía la verdad de él y eso me impedía juzgarlo. En mi interior sentía cierto miedo. Cuando los había conocido, había pensado que eran un matrimonio perfecto y notaba cierto parecido entre su historia de amor y la mía. No podía negar que a puertas de mi matrimonio la separación de Gloria me hacía reflexionar sobre las decisiones y sus consecuencias en nuestras vidas.
Gloria había tomado la decisión al casarse con Robert y por él dejó atrás a su vida en Guatemala, yo había decidido lo mismo al trasladarme a París para vivir con el hombre que me hacía sentir la mujer más feliz del mundo. No podía dejar de preguntarme si algún día podría estar en el lugar de Gloria. Pero luego me tranquilizaba diciéndome que no porque el comienzo de nuestras historias de amor fuera parecido, significaba que tendrían el mismo final.
– Esta tarde -me dijo tan pronto dejó de llorar- cuando estés recogiendo a Robert, yo estaré firmando el contrato.
– ¿Estás segura de tu decisión? -le pregunté de nuevo.
– No -me contestó limpiándose una lágrima que le rodaba por la mejilla-. Pero eso ya no importa.
Gloria me lo había contado todo el mismo día que se había enterado. Yo estaba en mi casa repasando la conjugación de los verbos irregulares del alemán cuando ella timbró en mi puerta. Me asusté un poco al escuchar que mi timbre no paraba de sonar, así que corrí a abrir lo más rápido que pude. Cuando la vi, ella se abalanzó sobre mí y me abrazó tan fuerte que creí que me iba a ahogar y luego sin esperar a que yo cerrara la puerta me dijo:
– Mi esposo me engaña.
Yo sentí que del techo me caía un balde de agua fría. Robert era bastante divertido y un poco coqueto, pero nunca lo creí capaz de hacer algo así. Para mí eso solo eran rasgos de su personalidad.
– ¿Estás segura? -fue lo único que se me ocurrió decir.
– Segurísima -me respondió soltando un sollozo.
Me acerqué a ella y la abracé, luego la acompañé a la sala y la ayudé a sentarse. Fui a la cocina y le traje un vaso de agua.
– No quiero agua -me dijo mirándome con los ojos verdes hinchados y llenos de lágrimas-.
Quiero algo de beber, algo que me quite este dolor tan grande.
Eran las dos de la tarde, muy temprano para beber, pero ante su súplica, no me quedó de otra que ir a la licorera y servirle un trago de vino tinto, que era su bebida favorita en las fiestas. Ella se tomó el licor de un solo trago.
– Brigitte es su amante -dijo tan pronto como terminó de pasar el líquido.
– ¿La tesorera? -pregunté un poco extrañada-. ¡No puede ser! Si está embarazada y hace dos semanas le celebramos el baby shower -me sentía un poco confusa.
– ¡Si si! -dijo con la mirada perdida mientras se servía otro trago-. Al final de esa fiesta los escuché discutir por algo, pero Robert me había dicho que eran temas de trabajo, algo sobre las cuentas. No puedo creer que esa mujer, embrazada y tres años mayor que mi marido, sea su amante. ¡Por las mujeres mojigatas! -dijo de repente levantado la copa y tomando un nuevo trago.
– Gloria, cuéntamelo todo, de pronto solo sea un malentendido. Y por favor, no tomes más -le quité la copa y la botella de la mano.
– Ella es la amante de mi esposo desde hace ya mucho tiempo y el hijo que crece en su vientre es de él. ¿Qué voy a hacer? -alcanzó a gemir mientras se encogía como un ovillo, al mismo tiempo en que levantaba sus pies sobre el sofá y tomaba una de las almohadas color naranja que descansaban sobre él para apretarla entre su cara y su pecho.
Yo me había quedado sin palabras. Brigitte era una mujer muy amable, pero la expresión de su rostro demarcaba siempre mucha seriedad. Tenía el cabello rojo y largo, pero al parecer no le gustaba lucirlo suelto por lo que siempre se lo amarraba con una moña que la hacía verse aún más mayor de lo que era. No se maquillaba a profundidad, tan solo usaba un poco de labial, y tenía unos ojos azules detrás de unas gafas que, según mi prometido, mataban con una sola mirada si las cuentas no cuadraban. Era alta, delgada y con un busto bastante pequeño. El embarazo no la había hecho engordar, tan solo su estómago estaba crecido, pero su mayor característica era su perfume, un aroma penetrante, una mezcla de extractos florales con vainilla y madera completamente inconfundible, que perfumaba cualquier estancia en la que se encontrara. Si era la amante de Robert, ¿por qué Gloria nunca había olido su perfume antes?
– ¿Estás segura? -volví a preguntar insistente, mientras le acariciaba suavemente la melena negra.
– Él me lo ha confesado cuando lo dejaba en el aeropuerto.
– ¿Robert te ha dicho que es el padre del bebé de Brigitte? ¿Cómo es posible?
– ¿Recuerdas que te había contado que estábamos planeando adoptar un hijo? -me dijo con la voz un poco más calmada colocando su cabeza sobre mis piernas y apretando entre sus brazos y el pecho el cojín naranja que ya estaba un poco mojado en el lugar donde antes había estado su rostro.
– Claro que sí -respondí.
No pude evitar pensar en que unos meses atrás yo misma había acompañado a Gloria a una de esas oficinas donde acuden las parejas que no pueden tener o no desean hijos propios, para solicitar toda la información que había en ese lugar sobre los requisitos para empezar los trámites de adopción de un niño o niña. También recordaba que ella había pedido exclusivamente la información acerca de la adopción de niños provenientes de Latinoamérica, me había dicho que sería muy lindo tener un niño con los rasgos parecidos a los de ella, a lo que yo le había respondido que eso debería discutirlo con Robert y ella me había dicho con una sonrisa que él siempre le daba gusto en todo lo que ella quería, así que el lugar de donde viniera el niño no sería una excepción.
– Pues esta mañana mientras íbamos camino al aeropuerto le insistí, con la carpeta de la adopción en la mano, en que debería firmar los papeles de la solicitud antes de marcharse, pues los documentos podrían perder su vigencia y yo tendría que ponerme de nuevo a hacer papeles.
Yo había estado tan ocupada con los preparativos de mi boda y con mis clases de idiomas que había olvidado por completo preguntarle a Gloria cómo iban los trámites de la adopción. Lo último que ella me había contado era que estaba reuniendo los documentos solicitados.
– Él siempre se disgustaba terriblemente cada vez que le tocaba el tema -continuó ella-. Siempre me recordaba que cuando nos habíamos casado habíamos dicho que no queríamos tener hijos, incluso llegó a decirme que el hecho de que yo fuera estéril había jugado a mi favor a la hora de escogerme como esposa.
De eso yo no tenía ni idea, lo de su esterilidad era un tema que a ella no le gustaba tratar y yo prefería mantenerme al margen de temas espinosos que pudieran mellar nuestra amistad.
– En todo caso -continuó ella-, esta mañana le dije que cuando había visto la barriguita de Brigitte, había sentido que había llegado mi hora de ser madre, que en el mundo hay millones de niños que no tienen padres y que nosotros podríamos entregarle todo el amor a uno de ellos.
– ¿Y qué dijo él?
– Nada, no dijo nada. Se quedó callado todo el tiempo escuchando mis argumentos y cuando llegamos al parqueadero del aeropuerto, se bajó con brusquedad.
– O sea que no quería hablar del tema.
– Si. Obvio, pero yo no quería que se fuera sin firmar los papeles, así que mientras él bajaba su maleta, le seguí insistiendo. Cuando cerró el maletero, me miró con ojos extraños y suspiró profundo, yo creí que por fin había conseguido mi objetivo, pues él siempre tomaba esa actitud cuando se sentía derrotado por mis palabras.
Hizo una pausa y soltó un suspiro.
– Él me miró a los ojos y me dijo que tenía algo que decirme, algo que no me iba a gustar.
La voz de gloria se cortó y empezó a salir con dificultad de su garganta. Yo le masajeé el brazo para darle consuelo.
– Tranquila, todo estará bien.
– No Andrea, nada estará bien -me dijo levantando su cabeza de mis piernas y sentándose en el sofá.
Tomó el vaso de agua que antes le había ofrecido y bebió el líquido lentamente.
– ¿Qué te dijo? -insistí
– Que él era el padre del bebé de Brigitte, que había sido un accidente, algo que sucedió en la fiesta de la oficina, la navidad pasada.
– ¿Y te lo soltó así? ¿Sin anestesia?
– Sin anestesia amiga -me dijo mirándome a los ojos.
Lea la segunda parte de esta historia la semana próxima, en este mismo blog.