Cuatro acuerdos para ser feliz
Cuando se es sicóloga la gente tiende a pensar que lo sabemos todo y que tenemos cierta capacidad mágica para resolver la vida de todo el mundo. Y he de confesar que me gustaría muchísimo que fuera así, pero la realidad es muy diferente. Nosotros también somos humanos y así como los médicos se enferman, los sicólogos sufrimos las mismas crisis existenciales que otras personas.
Yo no soy la excepción a la regla y por mi vida he pasado por subidas y bajadas que me han forjado el carácter. Puedo asegurar que las bajadas han sido profundas y las subidas me han costado bastante. En una de esas bajadas, justo cuando mis hijos estaban pequeños, uno de seis años, apenas empezando a explorar el mundo por su propia cuenta y el otro de cuatro, completamente dependiente de la ayuda de alguien, creí no poder aguantar más la responsabilidad de ser madre, esposa, ama de casa y profesional independiente.
Nunca antes creí que ser madre pudiera implicar una carga tan pesada: cambiar pañales, pasar noches en vela, tratar de dar consuelo cuando no se tiene ni idea de cuál es el problema y vivir con ese miedo contante que nos hace temer lo peor a cada instante. Ese miedo que se mete en el alma desde el primer momento en que un hijo se enferma y del que no te puedes deshacer por el resto de la vida.
Mi deseo de perfección me atormentaba a cada instante. Quería hacer feliz a mis hijos, a mi esposo y a todo el mundo dando lo mejor de mí, hasta el punto en que empecé a ver defectos donde antes veía virtudes. Me estaba olvidando de mí misma.
Le estaba dando el poder al juez que todos llevamos por dentro, para convertirse en un dictador implacable, con el poder de amargarme cada instante del día, hiciera lo que hiciera, con sus críticas constantes.
Me encontraba en un dilema de desespero e infelicidad que no podía comprender. Los días pasaban sin más aspiraciones que apagar los incendios cotidianos. Me había aferrado tanto al deseo de ser una madre perfecta, que había olvidado por completo mi propio yo. Mis cambios de humor eran constantes y una pesada carga no se quitaba de mi espalda, por lo que los dolores en la nuca empezaban apenas abría los ojos cada mañana.
Un día, me sorprendí a mí misma lanzando críticas inexplicables a mis hijos, tratando de hacer que se comportaran como pequeños adultos. Me sentí avergonzada, había olvidado que los niños son niños y que los padres debemos ser orientadores y no controladores del comportamiento de nuestros hijos. Que cada persona desde su más tierna infancia debe recorrer su camino y si los seguía criticando lograría aplastar su creatividad y sus ansias de gozar y vivir la vida con plena libertad.
Ante la inestabilidad de mi humor y viendo que podría causar daños colaterales en mi vida personal y profesional, decidí acudir a la consulta de una muy buena colega. Me sentía un poco extraña en mi posición de paciente y no de doctora. Pero debía encontrar la manera de dominar al tirano que se estaba saliendo de control en mi interior.
Cuando una persona se encuentra sumergida en un problema, por lo general le es muy difícil encontrar el camino de salida. El trabajo del sicólogo, que ve la situación desde otra perspectiva, es brindar las herramientas necesarias para que la persona descubra, por sí misma, posibles soluciones al problema, que en la mayoría de los casos no se encuentran en el mundo que nos rodea, sino en la realidad de nuestro mundo interior.
Fueron varias sesiones de trabajo intenso, durante las cuales empecé a recordar mi yo interior y empecé a formularme sueños nuevos. Sorprendida, comprendí que estaba proyectando todos mis temores en mis hijos y que mi miedo irracional a perderlos y hacerlos perfectos era solo el miedo a aceptar que yo mismo no era perfecta.
Luego de una sesión muy regenerativa, ella me recomendó leer un libro que se llama Los cuatro acuerdos Toltecas del médico Mexicano Miguel Ruiz. Nunca antes había oído hablar de él, pero me interesó mucho el tema, las culturas indígenas siempre han sido un tema que me apasiona y una de las fuentes de mi inspiración a la hora de inventar historias.
El libro es un ensayo muy sencillo, que narra la cosmovisión y sabiduría de unos indios que vivieron en el México prehispánico y que enumera cuatro acuerdos muy sencillos para tener una vida plena y llena de amor:
1. Sé impecable con tus palabras.
2. No te tomes nada personal.
3. No hagas suposiciones.
4. Haz siempre lo máximo que puedas.
Cuando terminé su lectura, creí que podría llevar a cabo esos acuerdos de forma sencilla, se veían muy fáciles de cumplir. Pero al poco tiempo me encontré de nuevo increpando a los niños, criticándolos por no hacer las cosas como yo quería. Y luego del sermón que les impartí a los dos, los dejé solos para que ordenaran su cuarto.
Pero justo al momento de cerrar la puerta pude escuchar una conversación que me abrió los ojos a esa sabiduría Tolteca:
-¿Por qué está mami enojada? -preguntó el más pequeño.
-Porque piensa que desordenamos el cuarto para fastidiarla -dijo el mayor en voz baja.
-Pero ¿está enojada conmigo?
-No lo creo, solo está enojada con los juguetes.
-¿Con los juguetes?
-Algo le debieron de hacer, para que cada vez que los ve por el piso, se ponga a gritar.
-Pero a mí no me han hecho nada, y cada vez que los guardamos se ponen muy tristes.
-Escondámoslo debajo de la cama. Así mamá no gritará más.
-No me gusta cuando mami grita.
-A mí tampoco. Me da miedo. Y cuando no puedo jugar con mis juguetes me pongo bravo, pero prefiero estar bravo que tener miedo.
-¡Ya sé que le pasa a mami! -exclamó el pequeño con entusiasmo-. Creo que no le gustan los juguetes, ¡porque ya no puede jugar con ellos!
Una sencilla conversación que me abrió el corazón y me hizo pensar que los niños ven la vida como los Toltecas, y que, si yo lograba recordar lo fantástico que era ver la vida desde la perspectiva de los niños, lograría poner fin a la dictadura de la perfección que atormentaba mi vida.
A partir de ese momento, le he dedicado más tiempo a jugar con mis hijos. Guardar los juguetes se convirtió en un juego divertido que compartimos los tres. Ahora sé que no soy perfecta y mis hijos tampoco, ellos hacen lo que hacen porque es lo que hacen los niños y no porque quieran irritarme. No los he vuelto a gritar, o al menos he hecho mi mejor esfuerzo por no hacerlo y cada día trato de cumplir con esos cuatro acuerdos, tanto con mis hijos, mi esposo, compañeros de trabajo, amigos y con las personas en la calle porque la vida no es perfecta y ahora cada día me siento más feliz.