Adiós cielo azul

Pluma


Los motores de los aviones retumban en el horizonte, las sirenas gritan desesperadas comunicando el inminente peligro y los corazones palpitan de forma acelerada bombeando la sangre necesaria para que las mujeres y los niños de la granja tengan la energía suficiente para ponerse a salvo dentro del sótano, que ahora es un refugio dotado con lo necesario para sobrevivir. Pero Bárbara a sus seis años todavía no es consciente de lo que significa semejante revuelo, solo sabe que siente miedo y que debe correr en busca de su madre, la única capaz de devolverle la paz que necesita en ese momento de angustia colectiva.

Setenta años después, las lágrimas todavía resbalan por las mejillas de Bárbara al recordar ese momento y narrárselo a sus nietos sentados junto a ella en el cómodo sofá de su casa. Ella es ahora una mujer de rostro dulce y tez pálida, al igual que su cabello blanco y corto como la nieve en invierno. Tiene un aire a persona antigua conocedora del corazón humano y todo eso lo refleja en sus preciosos ojos que todavía guardan el tono azul brillante de sus años de juventud cuando estudiaba en la academia de baile donde conoció a su esposo.

Ella había nacido en el seno de una familia próspera. Su abuelo había sido un hombre de negocios que comercializaba con el cacao que traía de las antiguas colonias alemanas en África y su padre había heredado el negocio, pero luego de la primera guerra mundial, y con la pérdida del dominio alemán sobre sus colonias y la crisis de los años treinta, tuvo que abandonar la empresa familiar y dedicarse a la administración pública en un trabajo que le había conseguido un antiguo amigo de su padre.

Vivían en un pueblo al nororiente de Dresden, un territorio que en aquella época era de Alemania pero que ahora pertenece a Polonia. Su padre trabajaba en la alcaldía y se caracterizaba por sus buenas relaciones con sus vecinos. Sin embargo, a esa pequeña población, al igual que con el resto de Alemania, también llegó el influjo y el miedo de la ideología nazi.

Para cuando Bárbara nació la enfermedad de la pérdida de la razón humana ya había infectado la mente de la mayoría de las personas, incluido a su padre y sus hermanos, quienes colaboraban con el régimen a pesar de sus reticencias internas, las cuales no se atrevían a expresar públicamente. De eso se enteró ella años más tarde cuando un hombre desconocido, pero que le debía mucho a su padre, le contó que él, al comienzo de la locura colectiva, había ayudando a entregar documentación falsa a algunos judíos que deseaban salir del país antes de que fueran llevados por los trenes a los campos de miseria humana.

Bárbara tenía tres hermanos mayores y una hermana, todos educados bajo el estricto sistema alemán de comienzos del siglo XX. Cuando ella vino al mundo ya no eran una familia próspera, pero con el sueldo de empleado público y los ahorros de la familia lograban mantener un nivel de vida lo suficientemente alto como para sentir que su situación social no había cambiado. Con el ingreso al poder de los Nazis la situación cambió drásticamente, el padre de Bárbara no era partidario de las nuevas políticas racistas, pero el miedo a ser objeto de la ira del régimen lo obligaba a realizar labores que le fueron quemando el alma hasta convertirlo en un hombre atormentado que no podía dormir y que trataba de proteger a sus hijos del horror del mundo.

La madre de Bárbara, también de clase media alta y cuyo padre tenía grandes extensiones de tierra cultivable a la orilla del rio Elba, trataba siempre de mantener su cómodo nivel de vida y se negaba a ver la realidad de deshumanización que la rodeaba, al igual que la mayoría de las personas de la Alemania de esa época, quienes sabían que estaban en guerra, pero como esa guerra estaba lejos de su territorio, vivían en una burbuja de engaños.

Bárbara supo todo esto de labios de su hermana Amada, diez años mayor que ella y única sobreviviente de su familia, quien la había criado y protegido como una madre en los años de la postguerra. A sus dos hermanos mayores no los recuerda, ellos partieron a la guerra cuando apenas tenía tres años, solo tiene una fotografía familiar donde ella está sentada sobre las rodillas de su padre con un hermoso vestido blanco de encaje. Su hermano Federico, dos años mayor que ella, está parado al lado de su padre. Su madre está sentada junto a él con Amanda de pie a su lado y detrás de ellos los dos hermanos mayores, en ese momento de diecisiete y diecinueve años, con sus uniformes listos para emprender el viaje a la guerra. La mirada de su padre en la fotografía denota el dolor y la aceptación de permitir la partida de sus hijos a un camino sin retorno. Todo empezó con
una pregunta sencilla.

–Abuela, ¿dónde estabas tú en la segunda guerra mundial?

Una pregunta que la mayoría de las personas actualmente pueden responder con un “no había nacido en ese momento”, pero Bárbara si había nacido y sí vivió en carne propia uno de los capítulos más tristes del final de la guerra. Luego de que corriera la noticia de que los ejércitos alemanes habían perdido en el frente oriental, la población civil empezó a migrar a las grandes ciudades alemanas en busca de refugio. Se sabía que la invasión rusa se aproximaba y la familia de Bárbara se preparó para emprender el camino de huida. Su madre y su hermana empacaron lo que pudieron en dos maletas de cuero, su hermana tomó a su hermano Federico de la mano y a ella la tomó su madre. La estación de tren era un caos, las personas corrían para un lado y para el otro y se amontonaban, y ella, a su corta edad, se sentía aprisionada por la masa que no la dejaba respirar.

En el momento en que el tren abrió las puertas la fuerza de la multitud la separó de la mano de su madre y ella se sintió perdida, pero en ese instante en que las lágrimas llenaban sus mejillas, los brazos fuertes de su padre la levantaron y la empujaron a los brazos de su madre que gritaba su nombre con desespero. En ese corto instante alcanzó a ver el rosto de su padre mientas la masa las empujaba hacia adentro y él se quedaba parado en el andén de la estación del tren. Su padre se había quedado pues era su deber coordinar la evacuación de la población hacia la ciudad de Dresden.

Un lugar de una belleza muy especial, tanto que se le denominaba la Florencia del Elba, una ciudad que carecía de total importancia militar pues no ocupaba ningún lugar estratégico y no poseía ninguna fortificación militar, ya que no tenía ningún regimiento que la protegiera, ni mucho menos fuerza antiaérea. Por todas estas razones se creía que Dresden sería un lugar seguro para proteger a la población civil alemana.

–¿Es por eso, que siempre tienes miedo de llegar tarde cuando viajamos en tren, abuela? –pregunta el nieto de Bárbara.

–Si hijo –le contesta ella mientras le acaricia el cabello sedoso–. Cuando llegamos a la estación el tren ya había llegado y tuvimos que correr para tomarlo y si mi padre no me hubiera rescatado ahora ni tú ni yo estaríamos aquí en esta sala.

En Dresden el caos era peor que en la pequeña población donde habían vivido. No encontraron medio de trasporte, por lo que los cuatro tuvieron que caminar, cargando las dos maletas, hasta la granja de la hermana de su madre, labor que les tomó casi cinco horas bajo el frío y la nieve de comienzos de febrero de mil novecientos cuarenta y cinco.

La tía de Bárbara vivía con su suegra, una mujer mayor pero fuerte por las labores del campo, y sus tres hijos pequeños, dos niñas y un niño un año menor que Bárbara. Allí pasaron una semana y dos días. Mientras ella jugaba con sus primos, su hermana y su madre no se despegaban de la radio, hasta que llegó el día del reencuentro con su padre. Esa tarde su madre estaba feliz y cuando se despidió de Bárbara le dio un beso en la mejilla y le dijo que cuando se despertara al día siguiente ella y su padre estarían a su lado. La vio partir con una sonrisa en los labios mientras arriaba los caballos de la carreta, su hermano Federico la acompañaba y él, como despedida, le hizo una seña de orgullo mostrándole que él había sido el elegido para acompañar a la madre a recoger a su padre en la estación del tren, mientras que Bárbara debía quedarse en la granja de la tía con su hermana Amada. Las dos hermanas se quedaron largo rato mirando como la carreta se desvanecía en la distancia bajo el triste y lánguido sol de invierno que se ocultaba para dar entrada a la noche que marcaría sus vidas para siempre.

Lo primero que Bárbara escuchó dormida en su cama, fue un ruido sordo como de mil truenos a la vez y luego el sonido de las alarmas, esas que ya había escuchado en otras ocasiones y que no sabía por qué, pero producía una locura en las personas que las escuchaban pues todos de inmediato buscaban el refugio bajo tierra. De inmediato buscó a su madre que siempre dormía a su lado, pero no la encontró, su hermana le gritaba que debían correr al sótano, pero Bárbara quería ver a su madre, así que por un impulso incomprensible corrió buscándola por toda la casa mientras su hermana la perseguía para obligarla a meterse al sótano, en ese instante la oscuridad se llenó de luz y el estruendo de las bombas le hacían doler los oídos. Su hermana y ella se quedaron paradas en la puerta de la casa viendo como el cielo se desplomaba sobre la ciudad de Dresden. Los aviones pululaban en el cielo como un gran enjambre de abejas y dejaban caer sobre todos los civiles allí refugiados, el odio acumulado durante la guerra.

Las dos hermanas sabían que bajo esa gran llama amarilla que veían en la distancia estaban sus padres y el pequeño Federico. Que ellos nunca más volverían porque el frio del invierno había sido remplazado por el calor de una ciudad arrasada hasta sus cimientos por toneladas de explosivos que generaron un fuego implacable.

Para Bárbara, desde ese día el cielo nunca más volvería a ser azul por mucho tiempo, pues a sus seis años recién cumplidos, dejó de ser una niña, para convertirse en una luchadora contra el dolor que se le impregnó en el alma, dolor que lograría superar veintiun años después en una academia de baile, pero eso es parte de otra historia.

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